Un día de
esta semana, uno cualquiera, mientras aquí nevaba a la mañana, cómo caía, pude ver los cerezo en flor. Qué lejos. Me
llamó una amiga japonesa por facebook. Una videollamada, por sorpresa.
Quería que
viera la sakura. Ella paseaba por un parque junto a su madre. Estaba preocupa
por las noticias que allí hablan sobre España. Es curioso, nunca sabemos quién
se asomará un día a la ventana pensando en nosotros. Tan lejos. Bajo los
cerezos en flor.
Yo le enseñé
la nieve. La de aquí, la de Soria. Qué hermosa. Extraño hanami. Cuando allí
caen las frágiles flores de los cerezos parece que nieva. Las calles se cubren
de pétalos rosados, casi blancos, y cuesta que no te cubran la cabeza, como a
un recién casado.
Es casi
imposible no pisar los pétalos de cerezo. No importa el cuidado que pongas.
La belleza
efímera de las cosas. La belleza que aparece de pronto, nos llena el alma, y
desaparece sin más, sin hacer ruido. Una belleza real, sincera. Mucho más
hermosa que la inventada y confinada por nosotros.
A la tarde
me sentía raro. Mi pensamiento vagabundo, inconfinable, iba y venía una y otra vez más allá de mi casa.
Rondaba errante por las riberas marinas y los senderos que sinuosos atraviesan
los bosques. .
Tengo un
sombrero de junco, de esos que llevan los peregrinos budistas en Japón con
kanjis escritos, poemas, sentencias… y sin
saber muy bien por qué me lo puse. Luego me lo quité, me sentía ridículo. Pensaba en Santôka, en Bashô… Luego en mí… Luego
me lo puse otra vez. Me lo ponía y me lo quitaba sin más. Y miraba el cielo de
la tarde, sin aviones.
Era justo antes de los aplausos de las ocho.
Los que
cuidan y lo que son cuidados. La pesada quietud de una habitación que no es la suya.
La esperanza de nuestros corazones asomados a las ventanas.
Qué frío. Se
me quedaron las manos heladas. Aún quedaba bastante nieve, aunque ya hecha
corros, numerosos, como los pétalos caídos al suelo de unos cerezos invisibles.
Me he metido
en casa, y con mi sombrero de peregrino otra vez puesto he buscado la tienda de
campaña que no uso desde hace años y la he extendido sobre el suelo del salón.
Jope, no sé si era real pero a mí aún me olía a campo.
Por un momento he visto de nuevo aquel chotacabras
sobrevolar nuestro campamento improvisado junto al río, como un relámpago fugaz
al borde del anochecer.
Aquel que esbozó
nuestra adolescencia, que nos quitó todas las palabras.
Los pájaros
me recuerdan que puedo volar.
Pienso en
los vencejos que vendrán. En las hierba creciendo en los senderos. Necesito el aire libre, la lluvia, y las hojas de los
árboles, los grillos y el silencio que viene después. La suavidad de la brisa,
su tibieza, mi piel, de una noche de verano.
Que vendrá.
Que ya está viniendo.
Quizá estos
días cada uno acampamos donde podemos. Quizá hay un campo primordial que nos
vio correr cuando éramos niños y aguarda nuestras risas. Las estrellas limpias
de las noches de verano nos esperan. Con todo el tiempo del mundo.
Alguien nos
llama en silencio.
Desde lo más
profundo y salvaje de esta noche.
Una noche
para acampar en la quietud de uno mismo. Una noche en la que la nieve son
pétalos de otros horizontes.
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