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さて、どちらへ行かう風がふく

bien... ¿a dónde ir...?
...el viento
sopla...


18 mayo 2015

Chauvet. El corazón de la montaña.




 Me encuentro justo en el borde de 32000 años. Hace más de 32000 años alguien, en la profundidad de una cueva,  colocó un cráneo de oso sobre una roca. Aún sigue allí.


En el anuncio que vi a cuenta de eso del fin de semana de los museos decía algo así como que el Investigador y artista plástico, Gilles Tosello, disertará sobre 'La cueva Chauvet: Arte Prehistórico para el siglo XXI'. Gilles Tosello es investigador asociado al laboratorio TRACES - Centre de Recherche et d'Etude pour l'Art Préhistorique (Centre Cartailhac), en Toulouse, Francia.  Y ameno, simpático y cercano tipo, añado yo. Hablando un español esforzado que uno tiene casi que completar en cada frase.

Apenas veinte personas en una sala pequeña, a la luz tenue de las diapositivas. De la oscuridad de la sala a la oscuridad de la cueva. Alguna tos, algún murmullo inoportuno. Me acerco, lo que puedo, nada, estirándome en la butaca hacia la luz de las fotos, hacia la oscuridad profunda de esa montaña.

Chauvet. Quizá junto con Lascaux, más al oeste,  formen el sumun del arte paleolítico en el sur de Francia. La más antigua de Europa con esa calidad y profusión de paneles y representaciones de animales. Más de 32000 años. En realidad, para nuestro efímero sistema mental, es casi imposible digerir y procesar  esas montañas de años. Bueno, las montañas en general.

En el corazón de la montaña, en su vientre calizo, como uno de esos tesoros míticos guardado por los enanos, habitan todavía manadas de caballos salvajes  y rinocerontes lanudos (parece el nombre un peluche, pero no),  de uros y bisontes acechados por leones de las cavernas. Y manos humanas. Silueteadas o formando ellas mismas siluetas de animales. En esa cueva, en esa cueva que es hermosa en sí misma, plagada de estalagmitas y estalactitas, y formaciones minerales de colores.

Uno, como las montañas, tampoco puede procesar ni digerir una naturaleza formidable en la que uno es uno más. Qué sentirían aquellos que fuimos ante tal despliegue de fuerza, de misterio y belleza. ¿Pintarían en la oscuridad para representar aquello que no comprendes? O para simplemente presentar, como nosotros con los haikus, un mundo que te avasalla por todos los lados. Que te avasalla hasta que te rindes a sus pies de aire, de agua y caliza.

Pies. Todavía allí, las pisadas de los osos y los leones. De un humano. Solo uno. Sobre el barro todavía húmedo. Qué humedad esa de milenios. Un barro tan delicado que ya no lo pisamos. Nosotros, tan efímeros, podemos destruir con nuestra mera presencia, sin ni siquiera darnos cuenta,  lo que miles de años de soledad han guardado sin más.

Tosello explica la ingente labor de recrear la cueva original, no visitable, en otra construida artificial construida cerca. Cada roca, cada marca, estalagmita y estalactita. Cada pintura. Me recordaba a la Neocueva aquí junto a Altamira. Pero a lo grande. Al hombre se le nota el entusiasmo en cada frase. Explica profundamente pero sin tecnicismos toda la labor llevada a cabo. Todo el detalle casi obsesivo en cada trazo. El orden en el que fueron pintados los paneles, las técnicas con los carbones vegetales de pino negro (lo recuerdo porque inmediata e irremediablemente volé con mi imaginación a los pinos negros, magníficos, entre la nieve de las montañas de mi tierra, qué cosa la mente, efímera o no). Explicó cómo el propio proceso de recreación propició la investigación, el descubrimiento, por esa exigencia en el detalle, en la observación.

Yo no sé, pero mi mente otra vez, qué volandera, será por la oscuridad, aterrizó esta vez en el haiku. Pensé en la misma exigencia en el detalle y la observación. En la inexcusable presencia. Cómo el escribir haiku, presentando el mundo, nos hace presentes sin paliativos. En la obligación del trazo puro, preciso, como la silueta de un pino negro sobre la nieve.

Uno de los paneles, le llaman el de los leones, representa a un grupo de bisontes que huyen del acecho de una manada de leones. Es una escena de caza y se nota que el autor se ha esforzado en presentar todo el movimiento y tensión del momento.  Aprovechando las formas de la propia roca esos bisontes trazan una curva en su huida y parecen salir de la pared en dirección al espectador, a nosotros. Nosotros, que miramos a  los leones, que miran a los bisontes que nos miran. No pude por menos que imaginar a ese hombre allí pintando a la luz de un pequeño fuego, en el oscuro corazón de la montaña, esa escena. Sentí un escalofrío. El mundo nos está mirando. No deja nunca de observarnos mientras nosotros los contemplamos. 



Al salir del museo, a la luz aún tibia de la tarde, un sopetón de ruidos olores trajines. Gente de compras o junto a los escaparates, adolescentes pegados a sus móviles, vociferios de la campaña electoral, terrazas, bares con gente dentro y gente fuera. Gente y más gente. Y las cosas de la gente. Todavía con el corazón a media luz no podía dejar de pensar en osos caminando a tientas, puliendo las paredes al pasar rozándolas una y otra vez a lo largo de los años,  en la oscuridad de la cueva.  En el ser humano que trazó con su dedo la silueta de un búho sobre el barro. Hubiese dado 32000 años de mi vida por haber podido conocerle. Y trazar siluetas sobre el barro o la arena mojada de una playa. Y dejar la concha vacía de un caracol marino sobre una roca. Y que allí siguiera, sin más, miles de años después.

Es curioso, pero pocas veces me he sentido tan cercano a mis congéneres como al salir la otra tarde del museo. Huellas en el barro o sobre una pantalla de móvil. Un boli o el carbón vegetal de un pino negro. Dedos manos pies pasos…  Por un momento no supe si caminaba hacia mi casa o hacia el profundo y oscuro corazón de la montaña. No supe si era yo quien miraba este mundo formidable o era él quien me observaba a mí, justo aquí, al borde de 32000 años.