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さて、どちらへ行かう風がふく

bien... ¿a dónde ir...?
...el viento
sopla...


30 septiembre 2008

con la mirada de un niño perdido


“Es la soledad la que me hace pensar en la muerte”. Con ochenta y seis años que no aparenta habla con tranquilidad, como un viejo profesor que recuerda, que siempre está recordando. Va a Cáritas a comer y a echar la partida porque la pensión no da para más. Toma su manzanilla de la tarde y toca el piano con dos dedos. Viaja gratis en el autobús con el bono de la tercera edad para relajarse y pasar el rato. Llega al final de la línea, y vuelta. ¿Qué final puede tener ninguna línea para quien no va a ninguna parte?
No recuerda haber tenido cuarenta años pero se acuerda de toda su infancia. “Lo recuerdo como si fuera ayer porque sucedió hace más de cuarenta años”.

Como si fuera ayer… Lo vi en televisión, no recuerdo su nombre pero me llamó la atención. ¿Por qué recuerdo yo ahora esto? Sí, bueno. Lo sé. Casi ayer vi una esquela en un portal cercano a mi casa. Antes de mirar ya sabía cual sería el nombre bajo la cruz, con caracteres negros sobre fondo blanco. Él, otro anciano, que iba y venía, sin más...
Tenía el pelo blanco y un pequeño terrier que correteaba en el extremo de una correa que siempre sostenía lánguidamente. A veces lo veía pasar bajo mi ventana, a veces me cruzaba con él por la calle. Nunca le dije nada.
Tenía la mirada desarmada y los pasos temblorosos. Pasos como de niño pequeño que estrena el mundo. Pasos que no saben a dónde van.
Yo conocía a su esposa, era amiga de mi madre. También se la llevó el cáncer una mañana en que nadie, nadie, lo esperaba. El pequeño terrier era de ella.

“Es la soledad la que me hace pensar en la muerte” No sé. Quizá sea la muerte la que hace pensar, la que hace pensar en todo lo demás. Quizá sea la ausencia y no la soledad la que nos mata algo que llevamos dentro y se resiste a ir. Dicen que una soledad mas una soledad suman compañía. Quizá. Pero la ausencia no suma nada. Ese terrier, tan pequeño, ¿llenaría el hueco que transparentaba su mirada?
Nunca dije nada. A pesar de que su soledad temblaba como un pez en el agua, y yo la sentía temblar en mi alma. Sí, mi alma podía tocar su soledad, blanquecina soledad, y se ahogaba un poco cada vez que miraba.

Ayer casi, una conocida de mi padre me trajo verdura de su pueblo por un favor de nada que le hice. A la buena mujer siempre se le entrecortan las palabras cuando recuerda a mi padre. Yo callo. Callo hasta que hablamos por hablar, sin hablar siquiera. Vive sola, ya mayor. Sin perro, sin gato. El otro día insistí en que apuntara mi número de teléfono “por si necesita algo”. Necesitar…
No sé, quizá yo necesite creer que la soledad, que la ausencia, se puede conjurar como la lluvia de primavera. Que mi alma está a salvo, flotando como un sargazo que no sabe a dónde va, del temblor del mundo. Y dentro de cuarenta o cincuenta años recordaré mi infancia nada más, como si fuera ayer. Porque así es mejor. Porque así sobreviviremos, sin ir, sin venir.

Él, con sus ojos de niño perdido, parecía tan frágil… Miro a mi gata que me mira. Tan pequeña. Pienso en su terrier. ¿Qué será de él? ¿Dónde estará? tan solo…

19 septiembre 2008

El pescador IV


- ¡Mira! ¡Mira allá arriba! Observa al águila majestuosa cómo sobrevuela por encima de los oscuros pensamientos de los hombres. Viéndola así, no cabe duda que pertenece más al cielo que a la tierra. ¿Crees que a ella le importan algo las leyes de la aeronáutica? Vuela porque jamás dudó que pudiera volar. Jamás vaciló en confiarse al viento y conquistar los cielos.

Sólo el hombre necesita probar y comprobar lo que siente como cierto. Para deleitarse con el arroyo no le bastará con tenderse junto a él, escuchar su canción y contemplar su pureza cristalina. Meterá los pies, querrá tocar su fondo, lo atravesará cien veces hasta que ya no pueda ver sino la turbiedad levantada por sus pasos.

La creación no nos pertenece a nosotros solamente. Contempla. No toques jamás las alas de la mariposa.

Sí hijo, matemáticas y no poesía es lo que prima aquí abajo. ¿No darías todo lo aprendido entre los hombres por remontarte en el aire como ella, bella y elegante, aun sólo por un instante? Todo ese cúmulo de conocimientos que alimenta la vanidad del hombre pero no le sirven para elevar su alma ni en palmo sobre la tierra.

La vanidad es lo único que nos diferencia de los animales y no otra cosa. Porque ellos también tienen alma, ánima, y habitan sus propios sueños. Sólo así, eclipsados por nuestra propia sombra de vanidad somos incapaces de reconocer lo maravilloso, lo prodigioso que late a nuestro alrededor y dentro de nosotros mismos.

En fin... ¡Mira allí! Mira cómo se escabulle la culebra sigilosa entre la hierba, la más dubitativa de las criaturas. Mira cómo traza incansable sobre el suelo las interrogaciones de su indecisión. Ignora incluso si pertenece al reino del agua o al de la tierra. Ella sin embargo carece de vanidad, pues al no producir sombra alguna sobre el mundo, tampoco esta segura del todo de su propia presencia. Vive en el ámbito de lo humilde y lo sencillo, entre las flores, entre la hierba y las setas. Para acceder a ese mundo, hijo, es necesario bajar de los pedestales y colocarse a su altura, tumbado junto a las flores, con el corazón sobre la tierra.

Contempla las mil formas y colores de las setas, date cuenta que todo ese despliegue de vitalidad esplendorosa está destinada a marchitarse en pocos días. Nos traen el mensaje de la fugacidad, con sus vivos y breves colores llaman la atención sobre lo liviano, lo que parece que no tiene importancia.

Breves, bellas y fieles. Fidelidad de por vida para con su compañero que les da cobijo. Del nízcalo al pino, del champiñón al prado o del muserón al espino blanco. De la seta de cardo que renunció a su nombre propio por el de su compañero.

Cosas pequeñas y sin importancia que pueden valer una vida. A veces no bastan los sentidos para desentrañar la verdadera faz de la realidad. Ten en cuenta, por ejemplo, que son parientes cercanas la amanita cesárea y la oronja verde, la gloria de los paladares, y el aroma de la muerte.

Observa la infantil belleza de la amanita muscaria. No sé si sabrás que para los antiguos celtas resultaba fascinante y prodigioso su color rojo y blanco. Creían que eran la sobrenatural espuma solidificada que caballos diabólicos echaban por la boca en sus errantes galopadas por los bosques durante algunas noches señaladas del año. Por eso, nunca las comían, y en general, tampoco todos aquellos frutos y bayas que fuesen de color rojo.

Hijo, recuerda que no es buena la desconfianza y mucho menos el rencor. No renuncies al dulce sabor de las fresas porque una vez probaste el amargor de una mora roja.