·

さて、どちらへ行かう風がふく

bien... ¿a dónde ir...?
...el viento
sopla...


21 marzo 2023

Extendiéndose lentamente sobre las cosas

 

Dicen que llega así, extendiéndose lentamente sobre las cosas, en el aire claro de la mañana. La primavera.

Salió como del aire. Mi nuevo amigo que vino a mirar no sé qué al otro lado del cristal. De pronto estaba ahí con toda su elegante lentitud. Ascendió, un poco indeciso la verdad, hasta la mitad del cristal de la puerta y se recogió en su concha. Justo cuando el sol de la mañana ya calentaba.

Lo miraba de reojo. De vez en cuando. Yo en mis cosas, de alguna manera también pegado a un cristal. En la pared de dentro su sombra. Como un sumie.

De repente he oído un toc. Se ha desprendido. Como las camelias de Japón. Pottori!



Al poco lo he visto dirigirse hacia el jardín. Parecía decidido. El sol brillaba ya sobre las hojas de las calas. El aire, tan transparente, parecía tocado por el vientre de alguna criatura blanda y delicada que, dicen, llega así, lentamente, en silencio, desplegando su elegancia tranquila sobre las hojas y las flores que vendrán.

La primera mañana de primavera, la cosa más normal del mundo. Cómo me gustaría, si pudiera, mirar las cosas más normales del mundo con la lenta suavidad de los seres que se extienden sobre él sin hacer ruido, como acariciándolo. En paz.

Cómo me gustaría tocar las cosas con mis ojos. Acariciar su luz. Extender bien extendidos mis ojos transparentes hasta adentrarme sin más en todas las mañanas del mundo. En todos los comienzos. Y ver.











14 marzo 2023

Las pequeñas olas


Creí que se me había olvidado. El mar. Cuánto me gusta el mar. Hasta que las olas, una tras otra, me lo han recordado.

Camino atravesando olas que llegan y se van. El reflejo de un sol que está y no está.

Creí que podía olvidar las cosas que amo. Hasta que tocan a mis pies. De pronto. Como pequeñas olas que podría saltar un niño.



Nubes pasajeras, vuelve la luz del sol recorriendo la orilla de la ría.



Tenía ganas de jugar con las algas que llevan y traen las olas. Las hermosas cosas que llegan del mar. El brillo de los pequeños fragmentos de concha, de los guijarros y el vidrio convertido en joya.

Lanzamos al mar basura y su hondura nos devuelve joyas…



Me gustaría ser algo arrojado al mar, a la incertidumbre y la distancia. Formar parte del viaje infinito. Hasta que el agua y la sal cambien la naturaleza de las cosas que me constituyen. Sin comprender nada. Volver pulido y limpio, brillando, dejado sobre la arena.

Sin poder olvidar jamás las cosas que amo.



Como niños jugamos a perseguirnos sobre la arena mojada. Hasta donde llega el mar. Hasta donde acaban las olas, pequeñas. Como niños.



















24 febrero 2023

Los colores de las vacas

 

Sigue lloviendo. Dos niños hablan de los colores de las vacas.



­—Las limusinas son rojas. Casi. Las tudancas grises. Casi negras.

—Y los cuernos pequeños. De las limusinas. Las tudancas tienen cuernos grandes. Blancos y negros.



El desigual ritmo de la lluvia cayendo sobre las plantas. La luz de día.



En el principio debió ser así. Pensé de repente. Lo pensé sin pensar. Alguien hablando del color de las cosas. De los bisontes. Mirando la lluvia. Alguien hablando del tamaño de sus cuernos y sus huellas. Y luego callando.



Con cada movimiento cambia el brillo del agua sobre la lombriz. Lluvia de la mañana.



“El hombre natural, el hombre primitivo, que mira a la naturaleza, y ve la caída de las hojas, y se llena de asombro.”

En la web escucho hablar de haiku a un amigo. Una hermosa visita. Como un gorrión en la ventana.



Cuando era niño las vacas me daban miedo. Ahora también. Tan grandes. Me daban miedo pero me gustaba mucho verlas. Tranquilas, de colores, moviéndose despacio o echadas sobre la hierba, con sus ojos grandes y apacibles. Con cuernos grandes o pequeños. Moviendo la mandíbula sin abrir la boca. Pensando, pensaba yo.



Rozando la hierba escarchada, los cuernos enroscados de la oveja.



Cuando era niño me gustaba mirar la lluvia. Y ahora también. Y el olor de la tierra mojada de entonces. Y de la de ahora.

Con quién hablaría entonces de los colores de la lluvia. Del tamaño de sus gotas.

Con quién lo hago ahora.



En el principio debió ser así. Y en algún momento debí estar allí. Entonces o ahora. Lo pensé de repente. Sin pensar.



Mirando la lluvia mientras hablábamos del color de las cosas. Y su olor, enroscándose como las volutas del humo de una hoguera al borde del mundo. Hablando del tamaño de las estrellas y de su brillo, y del vacío que queda a su alrededor. Hablando y callando al ritmo desigual de las gotas de agua que caen sobre las plantas. Sobre los días y las noches. Sobre la tierra preñada de semillas. Sobre nosotros y nuestras palabras. Sobre nuestro silencio. 

Sobre todo sobre nuestro silencio.



—Las limusinas son rojas. Casi. Las tudancas grises. Casi negras.



Como lluvia reciente, el olor de las patatas recién lavadas.











16 febrero 2023

Aware . Palabras a la luz de la lumbre


Qué extraño escuchar la propia voz y no reconocer en ella sino solo un eco, uno más de los sonidos del mundo, como el crepitar del fuego o la llamada de los grillos. Es hermoso.
 
Grabé esto hace casi un año y no lo había vuelto a escuchar. El aware.
 
Gracias al trabajo exquisito, tan bello, de Enrique Linares, tan generoso, ese eco resuena de nuevo mucho más cálido, más cercano. Mucho más hermoso.

Gracias, de corazón.









08 febrero 2023

Esperando la llegada del colirrojo

 

Zazen de la mañana, sin darme cuenta espero la llegada del colirrojo.



Subir una montaña. Después bajarla.

Caminar sin más. A lo largo del valle las sombras de las nubes, apenas parecen moverse.



Hacer nada. Sin intención alguna. Eso decía mi maestra zen. Solo estar. Estar en disposición. Sentarse en zazen. Aguardar. Solo eso podemos hacer. Sin hacer.



A la ida y a la vuelta. Echado en la misma postura el viejo mastín. El sol de la mañana.

A lo largo del camino un viento que está y no está. Solo en las hojas secas de roble, esas pocas que quedaron en las ramas tras el otoño, se intuye su voz. Un ligero crepitar. A veces lo oigo. Otras no.



Se abre el día, sentado en zazen. El lento movimiento de una pequeña babosa hacia el jardín.



En lo alto de la montaña. Mi voz diciendo “una pareja de buitres.”

Un viento que parece amainar. Que calla. Que parece aguardar algo.

En el fondo del valle el brillo de las escorrentías entre la hierba.



Como un niño que juega. Con toda su determinación. Con toda su despreocupación. Esa es la actitud.

Sí. Creo que era así. Eso decía mi maestra zen.



Una naranja al pie de la ladera. Apoyadas en un roble, los tutores de las tomateras.

Es realmente hermoso, también extraño, darte cuenta de que caminas sin más. Que no vas a ninguna parte. Escuchar. Que te sorprenda tu voz. O la del viento.


Detenido en el camino hasta el último giro del vuelo del milano. Continúa un repique de campana que no sé qué significa.



Aguardo, dentro de mí aguardo algo sin esperar nada. Algo que no depende de mí. Solo estar en disposición. Recogido en la quietud y el silencio. Sentado en zazen, haciendo nada. Sin nada que poder hacer.



Bordeando el camino, al otro lado de los árboles la llamada de los gansos salvajes.

Recortado contra el cielo un nido de velutinas.

Siempre es un “de pronto”. Siempre una voz que no esperas. Una presencia. Un camino que no acaba.

Huerto de frutales. Sin esquilar del todo una de las ovejas.

La marca de un alambre en el tronco del eucalipto.



¿Quién aguarda a quién? ¿De quién la voz que a veces dice, que a veces calla?



De nuevo el viento, un poco más allá, entre las hojas del eucalipto.
 


Aún de noche, la inesperada llegada del colirrojo.













05 febrero 2023

Una mañana de sol y escarcha.

 



Caminando sobre la hierba escarchada, llegar al agua. El sol de la mañana.


“Castañas asadas. En casa mi abuela las hacía todos los inviernos y eran deliciosas.” Desde otro continente, otra estación, el mensaje de una amiga.

“Rompiendo escarcha en cada pisada. Dos sonidos muy tenues el de la escarcha y el crepitar. Me gusta mucho.”


A mí también me gusta esa palabra. Crepitar. Me gustan las palabras con algo de onomatopéyicas. A veces me imagino las primeras palabras así, como imitaciones sonoras de otros sonidos.

Como las primeras palabras de un niño. Guau guau. Pío pío.


Gansos salvajes. Más allá del vallado diferente el color de la hierba.


¿Cuál sería el nombre de una mañana como esta? Su primer nombre.

La quietud de una mañana de sol y escarcha. La soledad de cada gota reluciendo sobre las hojas de las plantas. Su silencio.


Mi amiga lejana, tan cercana, es poeta y quizá tenga una palabra. Un primer nombre. Con su mirada de niña podría decir, quizá, cada cosa por primera vez. Un haiku.

Su silencio.


No sé.
 

Caminar sin intención alguna. Sobre el brillo de la escarcha que ya se deshace sin más. Caminar hasta el agua quieta que lo refleja todo. Que nada tiene, salvo su transparencia.


En el interior de la granja, la cara de una de las vacas iluminada por el sol de la mañana.


Parecen crepitar, los cardos secos, con la tenue brisa que llega desde el otro lado de la montaña. Qué altos. Diría un niño. Diría yo con las primeras palabras. O no diría nada. Crepitaría. Seguro que algo, sin nombre, crepitaría dentro de mí entonces.

Ahora. En una mañana de sol y escarcha. Sin palabra.


En lo alto un caballo blanco. Hasta el mar se extiende el verdor de la hierba.









20 enero 2023

Salí a ver los arroyos llenos


Salí a ver los arroyos llenos. A ver cómo volvía el agua a la hierba, a la tierra. En la mañana que no paraba de llover. El repiqueteo de las gotas sobre el paraguas, las rachas de un viento que de pronto cambia de dirección. En la piel la humedad del aire que parece recién nacido.

Llenos los arroyos y arroyos donde antes no había nada. El olor de la tierra mojada.

Sí, es nieve, allá, en las montañas. No tan lejanas. En la misma dirección que mi mirada el vuelo decidido de un cernícalo atravesando la lluvia. Como dejándose caer hasta el agua las ramas de los sauces, sus troncos surgiendo de la tierra anegada. Debajo de su reflejo, sus raíces invisibles.

Nada en el aire, salvo el sonido del agua por todas partes. Una extraña luz que no sé de dónde viene.

Mojadas por la lluvia, una de las ovejas mira hacia la montaña.

El tacto de la lluvia. Más pronunciadas las formas de los troncos mojados. Un claroscuro de arrugas y relieves. La espiral oscura que en silencio busca el cielo, la lluvia.

Nada queda de mí caminando bajo la lluvia.

Huellas de pájaros que no distingo deshaciéndose en el barro.

Salí a ver los arroyos llenos. Una sola nube son todas las nubes. De la misma agua todas las gotas.

Volviendo la vista atrás. La llamada de un mirlo a través de la lluvia.









17 enero 2023

La campana de Hôryûji


kaki kueba kane ga


Cuatro palabras, una foto, un vídeo. El sonido de una campana…

Un amigo. Y una ciudad: Nara.

Es verdad, qué poco hace falta para entenderse con un amigo. Es como inevitable.

Un vínculo. A veces extraño, como un valle cubierto de hierba y una ciudad antigua, como el sabor de un caqui y el sonido de una campana.



柿くへば鐘が鳴るなり法隆寺  

kaki kueba kane ga naru nari Hôryûji



mientras como un caqui

suena la campana

del templo Hôryûji




Cuentan que Shiki estuvo en Nara los días 24, 25 y 26 de octubre de 1895. El médico que lo trataba de su enfermedad le administró la medicación necesaria para que pudiera hacer ese viaje. Quizá pensó, o no, solo lo pienso yo por él, que tal vez fuese esa la última oportunidad de visitar la ciudad.

Durante esos tres días escribió bastantes haikus, incluyendo, cómo no, algunos sobre caquis, su fruta preferida, convertida casi en obsesión culinaria.



No deja de llover, aquí, no en Nara, como una obsesión. Parece más profundo el verdor del valle. Intuyo el olor de la hierba mojada al otro lado de los cristales. Abriría la ventana si no fuese por el temporal. No me atrevo…



Shiki, mientras comía un cuenco de caquis que le había traído la criada de la posada donde se alojaba, escuchó el sonido de la campana de Tôdaiji, un templo cercano, señalando el comienzo de la noche.

Dicen que quedó tan enamorado de ese momento que le faltó tiempo para alquilar un rickshaw para poder ir al templo de Hôryûji, su preferido, a la mañana siguiente.

A comer caquis, quizá, o no, y solo lo imagino yo por él.



Me gusta comer algo cuando salgo al campo, a la montaña, y no llueve obsesivamente. Me gusta sentir que hago algo. Algo sencillo. Como vivir. Sentarme a comer unas almendras, o unos cacahuetes. Como la cardelina comería semillas entre las espigas de avena salvaje.



Hôryûji no está cerca de Tôdaiji. Quizá Shiki quería reencontrarse con un momento preciso. Los caquis, la campana de Hôryûji, los haikus… Como reencontrarse con un amigo. Un reencuentro buscado, querido.

Supongo que Shiki no se encontró con el tañido de pronto, esta vez no al menos, como cuando justo al abrir el paraguas deja de llover o te encuentras a un amigo por la calle. Shiki disfrutó de cada bocado y de cada sonido de aquella campana. De la presencia de un amigo con el que has quedado. Cada minuto, con sus palabras y sus silencios.



En Japón, las campanas de los templos son enormes y cuelgan en el exterior del edificio, en un lugar especial. Se golpean desde fuera con un poste (pesa lo suyo a fe mía) y su sonido es más parecido a un gong que a nuestras campanas de por aquí. El sonido reverbera durante largo tiempo y va perdiendo intensidad poco a poco. Es entonces cuando se tañe de nuevo.



Diferente el sonido de la campana en la lluvia de la mañana. Aquí, no en Nara. Aquí suena la campana de una iglesia cercana, la del pueblo, dando las horas y las medias. Una campanada. La media. Reverbera un poco. Siempre me sorprende. Nunca comiendo caquis.



Quizá Shiki saboreó cada bocado al pausado ritmo de la campana. O no. Y solo lo imagino. Quizá solo en Japón sería yo capaz de terminar las doce uvas de Nochevieja.


Amaina la lluvia. El canto del mirlo cuando miro para otra parte.


Debe ser hermoso, sí, sí que lo es, darse cuenta de los vínculos que unen las cosas y los sucesos. Mientras comes caquis o almendras. Mirar el cielo sin entenderlo del todo. Con la confianza de un amigo.

Nara es una ciudad hermosa. Y la mirada de los ciervos de Nara. Es hermosa también. Cuando te miran. ¿Qué pensarán?

Qué pensaría Shiki. Con sus caquis y su campana. Y sus haikus. Con sus amigos. Allí solo.

Hay una campana, en algún lugar, que reverbera desde hace mucho mucho tiempo. La presencia. La presencia de lo que está y de lo que no está. De lo que es y ha sido. De lo que será.



Natsume Soseki, un amigo cercano de Shiki, que probablemente había financiado su viaje a Nara, de regreso a Tokio había publicado unas semanas antes un haiku en el periódico de Matsuyama.


鐘つけば銀杏ちるなり建長寺

kane tsukeba ichoo chiru nari Kenchooji


caen las hojas de gingko

mientras suena la campana

Templo Kencho-ji



Así que el haiku de Shiki pudiera ser una respuesta a Soseki, a quien había enseñado haiku en Matsuyama. Quizá. O no.



Ahora sí, ahora no. El brillo del sol en la lluvia que arrastra el viento.


Quizá siempre respondemos a algo o a alguien. Queriendo o sien querer. Sin darnos cuenta.

Quizá sea irremediable, hermoso, ser presencia de otra presencia más grande, más profunda. Responder a su llamada. Como a la de un amigo. De corazón. Sin más.

Cuatro palabras. El silencio. Un haiku.



Es verdad, qué poco hace falta para decir la nada. De corazón a corazón. Solo un haiku.

Es como inevitable. Estar aquí, en este preciso momento en que suena una campana en alguna parte.



¿Pensaría Shiki en la campana de Hôryûji cada vez que volviera a comer caquis? ¿Volvería a su boca el dulce sabor de los caquis al oír sonar una campana? ¿Se acordaría de su amigo? ¿Una y otra vez reverberaría en su memoria aquel momento?

Bocado a bocado, campanada a campanada, en el templo de Hôryûji.

Vinculado con lo más profundo de su ser. Ser en el ser. Como un valle con su verdor o el eco de una campana con una ciudad antigua

Como inevitable.

Somos el kigo de otoño y primavera, de invierno y verano, del Año Nuevo que nos une y remite a todo lo demás. La luz que reverbera.


kaki kueba kane ga


Cuatro palabras para decir nada, Porque nada hace falta decir. Aquí, en este momento. Entre amigos.








 




Gracias a Masuhiro Yufu por las fotos y el vídeo, por su hermosa amistad.






13 enero 2023

La noche y los viajeros de la noche


Siéntate con tus amigos, no regreses a dormir.

No te hundas como un pez en el abismo.

Como el mar, álzate, no te disperses como la tormenta.

Las aguas de la vida fluyen desde la oscuridad.

Busca en la oscuridad, no huyas de ella.

Los viajeros nocturnos están llenos de luz,

tú también: No abandones su grata compañía.

Se una vela vigilante en palmatoria de oro,

que no te absorba la tierra como absorbe al mercurio.

La luna aparece para los viajeros de la noche,

permanece vigilante, cuando la veas llena.



-Rumí-





Creo que me despertó la lluvia. O su silencio. Llovía, sí. En la noche. En algún momento.

Hay una paz aquí, en la oscuridad. Hay una luz justo por llegar.

Un silencio aquí, en este momento. Un silencio que parece surgir de mí mismo.

El trino oscuro del mirlo. Brillante. Un retazo más de este silencio.



Una llamada. Creo que recordé una llamada. O fui recordado por ella.



Escucho cómo el pueblo va despertando. El ladrido de un perro, una persiana, los gorriones…

El curso de un ancho río que, profundo, se sosiega curvándose en la llanura. Dejándome llevar. Sin rostro me asomo al agua, justo antes del amanecer.

Cuando en la paz sobrevenida no piense en nada más será señal de que veo. Con los años que no tengo. Con los que nunca he tenido. Poder ver lo que Tú ves.



En silencio, preparar a tientas el café. La luz del alba.