·

さて、どちらへ行かう風がふく

bien... ¿a dónde ir...?
...el viento
sopla...


15 noviembre 2015

La nieve sobre Dublín. La nieve sobre París, sobre Beirut... La nieve...




 “Cae la nieve. Cae sobre ese solitario cementerio en el que Michael Fury yace enterrado. Cae lánguidamente en todo el universo. Y lánguidamente cae como en el descenso de su último final. Sobre todos los vivos, y los muertos.”

Dublineses, The Dead en el original, peliculón de John Huston. Recuerdo perfectamente la escena final. Me llegó, me llegó...  Gretta sollozando mientras recuerda a su amor adolescente, el sensible y enamorado Fury de ojos oscuros y voz clara. Recuerdo a Gabriel, su marido contemplándola “Qué pequeño papel he representado en tu vida, es casi como si no hubiera sido tu marido. Como si nunca hubiéramos convivido como marido y mujer.
¿Cómo eras entonces?
Para mí tu cara sigue siendo preciosa, pero ya no es aquella por la que Michael Fury dio su vida.”

Y la nieve. Sobre todo recuerdo la nieve que cae…  “cubriendo toda Irlanda. Cae sobre toda la oscura llanura central. Sobre las colinas despobladas. Suavemente sobre los pantanos de Allen, y más lejos, hacia el oeste. Cae suavemente sobre las oscuras y revueltas aguas del Shanon”.

No sé por qué escribo esto ahora. En realidad debería estar en silencio. O cambiando mi avatar del Facebook, o rezando. No sé. Yo solo sé rezar en silencio y con el silencio y mi avatar del Facebook suele ser una tontería que no soy yo, como todas mis tonterías. Y eso quiero creer.

Ayer me desperté con la noticia. Y no supe qué hacer. Qué decir. Qué pensar. Cómo se pensará la nada... Ayer fui a la biblioteca como casi todos los sábados. Ayer el sol resplandecía de una manera sincera, ajena a todos nosotros. Como siempre. Allí seguí con mi lectura de los cómics de Alfonso Zapico sobre Joyce. Me gusta su estilo directo y socarrón. Yo llegué a Joyce por la película de Huston, lo confieso, y a Zapico por Joyce, esto no sé si hay que confesarlo o no. Y quizá he empezado a escribir, cuando en realidad lo que debería y anhelo es guardar silencio, por él. Y por mi amigo Luis Carril. Él no dibuja pero su palabra es tan directa y socarrona como el trazo de Zapico. Inteligente y claro como el perfil de un alfil negro.

Las tribus. Mi tribu, tu tribu, su tribu. Vaya declinación patética, ramplona. Los ellos que ni siquiera son vosotros. Siempre ellos.  Ahí fuera. Como círculos concéntricos nos alejamos de lo que somos y los que nos importan para dejar de ser y de ver. 

Guerra. La guerra. De nosotros contra ellos, de ellos contra nosotros. Por qué siempre nosotros, los verdaderos nosotros, los muertos, nunca nos enteramos de que estuvimos en guerra. Por qué nosotros, los que compramos verdura en un mercado de Beirut o tomamos una cervecita en un café de París nunca sabemos quiénes son ellos. 

Después de mirar los periódicos sigo leyendo “La Ruta Joyce” de Zapico. Por una claraboya entra la luz del mediodía, de un mediodía de un noviembre increíblemente caluroso, en la biblioteca. Sentado en un sillón estiro las piernas para que el sol no se vaya de mis pies. Recuerdo a Santôka y su famoso haiku. Recuerdo las portadas en guerra de los periódicos. Quiero volver a pensar en las sandalias de junco de Santôka, expuestas dulcemente a un sol como este… no puedo…

Los recuerdos caen sobre los recuerdos, blandamente, sin ruido, como la nieve. Hace un mes nació mi sobrino. El primero. Ekaitz. La vida. Él, tan pequeño. Él, tan puro. 

Recuerdo volver a casa del hospital, después de días de angustia por los problemas, aquellos malditos problemas, y respirar. Por fin. Recuerdo esa noche amar la vida como pocas veces la he amado. 

Sí Luis, existimos en círculos concéntricos. Es amar lo cercano lo que nos hace amar lo lejano. La vida, como el amor, no se puede compartimentar. Es única y para todos. Sin gradaciones ni adjetivos. Esa noche no hubiese sido capaz de matar un mosquito que me atravesara la piel aunque me picara mil  veces. Entiendo que Issa, con su inmensa tragedia personal, solo fuese capaz de escribir un haiku cuando  la picadura de un mosquito le atormentara la noche entera.

Que dura es a veces la piel, y fría, como la nieve. Quizá nuestra tribu necesite sentir el frío lacerante atravesar la carne hasta el tuétano, como Santôka expuesto al camino, para saber. Para saber que nieva en París, y en Beirut, sí, aunque nos parezca increíble, y en Ramala, y en el Congo y en….  

Según escribo estas memeces pienso en los familiares, en la tribu, y en su dolor. ¿Estaré relativizando sin darme cuenta? Si soy idiota es sin mala intención, como todos los inocentemente idiotas. Tribu, banda, clan… ¿qué significaría todo eso cuándo las palabras aún no eran palabras? A veces pienso que personalmente no he sido capaz de pasar del paleolítico. Este mundo me sobrepasa. Este periódico mundo. Un idiota magdaleniense, eso es lo que debo ser.

La luz del sol se ha retirado de mis pies, imperceptiblemente y sin ruido, como la marea. Alzo la mirada hacia la claraboya. La luz.

A Joyce le gustaban los bares. Como a mí. Amo los bares y la gente de los bares. Amo sus intrascendentes conversaciones y sus risas tontas. Amo la fútil humanidad de ser humano. Mirando la luz atravesando la claraboya y alejada de mis pies pienso en nosotros. Pienso en un tal Rashid, en un tal Félix, charlando en una cafetería. Me gustaría conocerte. La verdad es que sí, que me gustaría. Es donde deberíamos estar ¿verdad? Aquí, en París o en Alepo. Mirando la luz del sol sin miedo a que cayeran bombas del cielo o los kalashnikov aplacaran el son de la música, esa que a los dos nos emociona y nos deja sin palabras. Cómo somos ¿verdad? Nosotros, los muertos, a los que nos gusta un buen café y jugar con la nieve sin saber por qué, como cuando éramos niños. Como dos idiotas hablando sin más. Nosotros con nuestras tribus y nuestro dolor.


“Piensa en todos los que alguna vez han vivido desde el principio de los tiempos. Y en mí, transeúnte como ellos, fluctuando también hacia su mundo gris. Como todo lo que me rodea. Este mismo sólido mundo en el que ellos se criaron y vivieron se desmorona y se disuelve.” 


Dublineses. Qué bueno.  Mientras vuelvo a casa siento todo el peso de las horas que caen como piedras. Imposible volver a levantarlas de la tierra. Como lápidas que pasan. Dublineses en el año 14 del pasado siglo, al filo de la guerra que acabaría con todas guerras. Ceniza. Solo son-somos ceniza. Nieve una mañana de marzo. Nada. 

Debería estar callado, en silencio, o cambiar mi avatar, o rezar. Pero duele. Y solo escribo. Vaya. A veces me pasa. Y no sé por qué. Una vez alguien me dijo: escribe. Escribe como terapia. Escribe para que el dolor no quebrante tu espíritu. 

Solo sé escribir haiku y seguir caminando, decía Santôka. Con su sombrero de junco y sus sandalias raídas. Yo tengo un sombrero de junco en casa, de cuando anduve sin mucho rumbo por el Kumano Kodô. A veces me lo pongo, me miro al espejo, y  lo vuelvo a colgar. Y sigo. Caer, dejarse caer, delicadamente. Como la nieve.

Dublineses. Europa es un gran pequeño Dublín al borde del 14. Anquilosado y frío. Niños. Somos niños desorientados, jugando, de piedra en piedra sobre la corriente.

Y esto cada vez se parece más a uno de esos monólogos del Ulises que siempre acabaron venciéndome.

Vuelvo a casa y en la tele la noticia. Al final la saturación de testimonios y crueldad y desesperación y tristeza y sangre y horror y no saber qué por qué para qué es tal que cambio de canal. Busco y busco hasta dar con un pescador de pelo cano al borde un río marrón. “Monstruos de río”. Qué paradójico, pienso. Llamar monstruo  a los peces de tez plateada y ojos de agua. Qué pensarán ellos de nosotros, desde su mundo en silencio y misterioso. 

¿Será egoísmo? ¿Será supervivencia? No quiero saber más. No quiero hablar más. No quiero más ellos ni nosotros. 


La nieve. La nieve… Recuerdo una noche en Nagasaki mirar al cielo de la noche buscando los copos que caían desde la oscuridad. Todavía en el aire los mantras de los bonzos… Y una mañana, justo antes de Año Nuevo, caer sobre el bambú, combándolo con su frío peso hasta separarlo del muro, en el templo donde yo vivía en silencio, blanco y ligero.

Blandamente, sin ruido, los recuerdos vienen a mí en esta hora que frisa el anochecer. Blandamente un dolor sordo, de mi pequeña tribu, anida en un lugar de mi corazón al que ni yo tengo acceso. Un lugar en el que todos somos nosotros. En el que Ekaitz nace una y otra vez.



La nieve sobre Dublín, sobre París, sobre Beirut… solo el hombre cuando no es tal puede hacer que la nieve deje de ser blanca y en silencio. Solo nosotros cuando no somos nosotros somos capaces de no reconocernos como tales.  Solo los idiotas como yo alargan un poco más la tibieza del sol sobre los pies, estirando las piernas, mientras leen un cómic sobre Joyce y el mundo gira sobre sí mismo ajeno a todo. Como el sol.


Gretta escucha una canción mientras baja la escalera al acabar la fiesta en la casa de las hermanas Morkan. Mientras la nieve cae afuera. Es “La doncella de Aughrim”, la canción que Michael Fury entonó para ella una semana antes de morir. Gretta escucha absorta, literalmente fuera de ella misma, fuera de esa Gretta que ya no es aquella, adolescente. Y sin embargo algo queda…. algo. Como el olor a nuevo después de que se funda la última nieve. 

Pobre Gretta, pobre Michael, pobre Gabriel. Pobres todos nosotros… 





a punto de romperse,
el brillo de la nieva
sobre el bambú

  

a punto de romperse, el brillo de la nieve sobre el bambú

Artículo publicado en Japonismo: Sayōnara Kioto http://japonismo.com/blog/sayonara-kioto