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さて、どちらへ行かう風がふく

bien... ¿a dónde ir...?
...el viento
sopla...


06 abril 2009

yatalasha

Si Dios conociera el esfuerzo que representa para mí realizar el más mínimo acto sucumbiría a la misericordia y me cedería su puesto. 

Supongo que ahora debería apartarme del teclado y dejarlo estar. No sé por qué apunté esa frase en una libreta. Una de esas libretas mías que naufragan entre papeles y cachivaches varios sobre mi mesa.

 Supongo que la apunté en una tarde como ésta. Cuando uno no sabe muy bien qué hacer y revuelve cachivaches y papeles, y ojea libretas perdidas.
 ¿Será tristeza? ¿Será eso lo que paraliza cada una de mis células?

 Incluso para hacer lo que deseamos es preciso un acto de voluntad.
 Incluso para desear y disfrutar de lo que ya tenemos es preciso ese acto de voluntad. 

"A ese sentimiento desconocido cuyo tedio, cuya dulzura me obsesionan, dudo en darle el nombre, el hermoso y grave nombre de tristeza. Es un sentimiento tan total, tan egoísta, que casi me produce vergüenza, cuando la tristeza siempre me ha parecido honrosa. No la conocía, tan sólo el tedio, el pesar, más raramente el remordimiento. Hoy, algo me envuelve como una seda, inquietante y dulce, separándome de los demás". Françoise Sagan era una jovencita cuando comenzó su novela “Buenos días, tristeza” con ese párrafo. 

Creo que es lo mejor de toda la novela. Mientras la leía recordaba la película, vista bastantes años atrás, del gran Otto Preminger.

 Es curioso pero esa novela la leí un verano, pasando las vacaciones también junto al mar, como Cécile, la protagonista del libro. Por supuesto mis vacaciones estaban lejos de la Costa Azul, los paseos en yate, y semejantes lujos a los que la intrigante Cécile era asidua. 

Aunque el placer no precisa de lujos. Aquel libro debía ser de mi madre y llegó al apartamento como los restos de un naufragio, entre papeles y cachivaches, de otro piso. 

Entonces yo aún era un jovencito, aunque no tanto como Françoise o Cécile, pero si tan despreocupado e indolente como ellas, y pasaba los veranos con mis padres sin más voluntad que respirar el aire marino y escuchar el rumor de los pinos entre el viento del atardecer. 

Recuerdo las gaviotas que volaban cada tarde desde el mar hacia el interior, y me recuerdo a mí mismo contemplando sus siluetas sobre los pinos y los eucaliptos. 

Recuerdo flotar sobre las olas con los ojos cerrados. Sentir como el mar mecía suavemente mi cuerpo y como los sonidos del mundo iban y venían. 

Y la luz. 

Sobre todo recuerdo aquella luz que me inundaba la mirada cuando los abría al azul infinito. 

Aunque el placer no precisa de lujos, no precisa de nada, la tristeza tampoco.

 Ya sabía yo entonces, o lo intuía, que la felicidad no puede durar, que apenas la ves y ya se fue, como aquellas gaviotas flotando sobre el viento del atardecer. 

Sí, lo sabía, pero me desconcertaba ya entonces la tristeza sobrevenida. La tristeza que te visita cuando deberías estar alegre, feliz. La tristeza que llega y llama a tu puerta y se presenta. La tristeza tan corpórea y tan palpable como lo son mis manos que ahora reposo sobre el teclado.

 Qué triste es la tristeza que no se merece. La tristeza de una tarde de verano junto al mar, la tristeza que sabe a salitre y huele a eucalipto. La tristeza que brilla entre el rumor de las olas. 

Qué triste es la tristeza que simplemente está. 
Sin más. 

Recuerdo que cuando aquel verano leí ese párrafo que escribió una jovencita francesa hacía casi cincuenta años sentí algo en mí que me envolvía como seda, inquietante y dulce, y que irremediablemente me separaba de los demás. 

No sé por qué recuerdo ahora aquella tarde y aquel verano, tan hermoso. Quizá se parecía a ésta. Sí. O a aquella otra en que con una frase invocaba la misericordia de Dios para que me liberara de la absoluta falta de voluntad y de la tristeza más triste. Para que me permitiera estar, simplemente, camino de la nada.

 Miro por la ventana de la galería. Una preciosa tarde de abril se desprende magnífica de mi vida. Otra más. 

Me encanta abril. La luna se insinúa casi llena por el este y por el oeste el sol es apenas una llamarada anaranjada, violeta en las nubes bajas, pura luz contra el cielo azul. Las flores rosas de un ciruelo van cediendo colorido a las hojas oscuras que comienzan a desplegarse en el aire. 

En algún lugar un colirrojo canta. Su canto es claro y sincero como lo es siempre la voz del mundo. 

Dos niños corren en bicicleta por la acera. Uno de ellos aún lleva las ruedecillas auxiliares junto a la rueda trasera. Ríen. Ríen. Ríen... 

Miro las nubes. Las nubes que parecen deshilacharse en el cielo, como jirones de seda sobre un lejanísimo mar. Abandonándose dulcemente en el viento del atardecer. Haciéndose nada.

 Sí, es verdad, este mundo es un lugar realmente hermoso.

 ...buenas noches...




Imagen: Makoto Shinkai








6 comentarios:

  1. pienso qué comentar, pero nada se me ocurre, sólo compartir el silencio

    kare ichigo, ware ichigo...



    abrazo

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  2. De verdad me has dejado aqui sentada atónita, emocionada ante tus palabras. Gracias por este regalo lleno de sensibilidad. Me has sorprendido, te sigo...
    Un abrazo!

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  3. Gracias por los comentarios. Me alegra ver que aunque os quedeis atonitos y sin palabras todavia teneis fuerza para escribir :)

    Tengo mis blogs bastante abandonados pero en fin, el mundo esta tan lleno ya de palabras... y yo soy tan perezoso....

    Ademas ahora ando de viaje asi que... bueno, espero retomar el pulso escribidor algun dia. Algun dia.

    Gracias de nuevo. La verdad es que sois muy generosos.

    Un abrazo

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  4. Acabará por volverme adicto a tus letras. tampoco es tan malo, ¿verdad?
    Un abrazote, Elías

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  5. Elías! Muchas gracias. Un abrazote un abrazote. :)

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  6. ¡Caramba, Momiji! ¡Qué bien escribes!¡Y qué bien piensas!

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