うぐひすの 麁相がましき初音哉
uguisu no
sosoo ga mashiki hatsune kana
los torpes intentos
de un
ruiseñor
¡primeros
trinos de año nuevo!
-Yosa Buson-
-Andando por
el campo siempre hay que llevar un palo- eso decía mi padre. Un palito. Él
siempre decía “un palito”.
El chopo
derribado por la tormenta aún no ha perdido su vigor. Las hojas verdes, recién
estrenadas, parecen todavía beber el sol tumbadas sobre la hierba. Las ramas
elásticas, cada vez más delgadas según camino hacia su copa.
No hay
manera de arrancar una. Un palito.
Apenas
reconozco todo esto. La orilla del río, los sauces y fresnos, los chopos. Me
acuerdo de Bashô cuando andando por el profundo norte de Japón decía aquello de
las colinas achatadas por el tiempo y los ríos que cambian su curso. Las
piedras medio enterradas y los venerables árboles sustituidos por arbolitos
jóvenes. El tiempo pasa y pasan las generaciones. Pero los ojos aún pueden contemplar
recuerdos de mil años.
Un gavilán viene
desde los campos y se pierde en el bosque de ribera. Luego vuelve. Ni a la
primera ni a la segunda consigo enfocarlo con los prismáticos.
La senda
estrecha que remonta el río paralela a la orilla apenas es distinguible entre
las hierbas altas y las flores. Aciano, campanillas, tréboles… Cuántos nombres
se me escapan. Justo aquí donde me parecen tan inútiles las palabras.
Pelusas de
chopo enganchadas en las espinas del rosal silvestre. El sol va y viene.
Qué difícil acercarse
a la orilla del río. Las lluvias de finales del invierno, una primavera sin
nosotros y la naturaleza parece tomar aire. Y después soltarlo.
Qué bien
huele todo. El olor… No sabría decir a qué. O a qué no. Todo parece estar aquí.
Todo, como siempre. Parecen las mismas hormigas transitando en silencio a ras
de la tierra y sus filas desparramadas por la hierba, y su fuerza increíble. Semillas
de cebada, tallos de hierba… Y el niño que las miraba.
Tres
cardelinas pasan volando, arriba y abajo, como sorteando olas, sobre el campo
de cebada amarilla.
Apenas
recuerdo cuándo fue la última vez que estuve aquí. La orilla del río, el canto
del ruiseñor. Los dientes de león, la angélica, los gordolobos. Son enormes. Parecen tan
altos como entonces. Es curioso, no recuerdo la última vez pero tal vez
recordase la primera.
Una primera
vez, para siempre. Una última, siempre inesperada.
Hatsumono. Las
primeras veces. Qué aficionados son los japoneses a estas cosas. Sobre todo en
Año Nuevo. La primera luz del sol del año, la primera visita al templo, el primer
trino…
Qué
torpecillos todos las primeras veces. Es hermoso. Para los japoneses. Ay qué
cosas. Los descuidos del principiante. El revoloteo atropellado de quien
estrena el aire.
¿Es una
curruca? ¿Un ruiseñor? Seguro que Fernando lo sabría. Cuando me adentro en la espesura
de la orilla a grabar su canto me comen los mosquitos.
Este es un
cuco. Sí. Jope, su canto hace eco de tan claro. Una bóveda. Pienso. Todo esto
parece una bóveda que devuelve el eco de todo lo que cantas, de todo lo que
callas.
No sé por
qué, sin más, cojo una espiga de cebada salvaje y la lanzo contra mí mismo.
Parece que se va a quedar prendida en mi pecho pero no.
“El placer de vivir me hizo olvidar el
cansancio del viaje y casi me hizo llorar”. El bueno de Bashô.
Cuando era
niño, cuando caminaba por aquí las primeras veces, hacía dardos con espigas de
cebada y flores de margarita. Y espinas de cardo.
Ahora,
después de este largo viaje, de todos los largos viajes, no me atrevo a cortar
flores de margarita.
Ahora, hoy,
enniñecido junto a la blancura de las flores de angélica, tan altas, recorro
los senderos que huelen a río, que huelen…
Grande
pequeño, nuevo antiguo. El olor es el mismo. Es el mismo.
Cuando los
barbos remontan el río para desovar entre los guijarros cubiertos de algas y
los caballitos del diablo apuran los primeros reflejos del agua sobre los
juncos yo vuelvo a caminar por aquí, tan torpemente, estrenando flechas de cebada
que apuntan al corazón, ensayando Dios sabe qué.
Vaya palito
que me he pillado al final. Estaba junto a las flores de alfalfa, palitroque
secado al sol dejado por la última riada del invierno.
Ni sé de
dónde venimos. Ni sé si me reconocería asomado a la corriente si fuese capaz de
atravesar toda la espesura que me separa del río. Ruiseñores y mosquitos.
Una mariposa
blanca, azul, zigzaguea hacia mí. En la espesura, el canto de un herrerillo.
A veces, sin
saber muy bien por qué, me paro y vuelvo la mirada. Nadie me sigue pero el sendero
está lleno de mariposas.
Sin creerme
mi suerte hago una foto a una mariposa oscura que parece dormitar sobre la
hierba. Dudo si acercarme más o no. No hay nada salvo esto. Dormiría mil años
aquí mismo. Dormiría mil años si tuviera alas.
Aquí donde
vi la oruga tan gorda aquella que parecía brillar, cómo se movía. Bajó un ribazo
y luego subió por el otro lado. ¿Sabía el niño que era una mariposa? Y en esta
orilla el galápago que pareció mirarme y luego meterse en el agua. Y la
culebra, qué verde, qué grande, que zigzagueó entre la hierba alta. Qué susto.
Si hubiese estado mi padre con su palito… Bueno, menos mal que no estaba, al
fin y al cabo.
Quizá el
mundo en sus inicios era así. Quizá entonces yo estaba allí y ahora empiezo a
recordar.
Qué cosas
pienso. Como los japoneses…
Hatsumono.
¿De verdad estuve aquí antes? ¿De verdad no es la primera vez? ¿De verdad no es
la primera vez todas las veces?
Un
aguilucho, ¿pálido? ¿lagunero? Parece flotar en círculos sobre los campos de
cebada. A contraluz no lo distingo bien.
Pienso de
pronto en lo pájaros, en todos los seres nacidos esta primavera y que no nos
conocen. Que no saben lo que es un ser
humano.
Pienso en
mí. En lo que yo tampoco sé.
¿De verdad
seré el primero en estar aquí?
Hablo solo
sin darme cuenta. Sin saber, sin conocer. Hablar, escribir, una manera de
hacerme visible para mí mismo. Supongo.
Sería
hermoso no saberme. Encontrarme de nuevo como quien sale de un confinamiento. Un poco torpe, un poco miedoso. Hablarme por primera vez sin pronunciar palabra, caminando, con el corazón
descalzo.
Solo cuando
no hay palabras, las hay.
Como un
haiku siempre es de los últimos momentos. Así mi no-palabra sería siempre de
los primeros.
El primer sol de la mañana y la primera
estrella de la noche. El primer vencejo que llegó a mi tejado y el primero en
volver al sur. El primer abrazo del amigo y la primera risa compartida.
La primera
hormiga y el primer niño que la mira.
El primer canto
del autillo y la voz de los corzos. La primera llamada de los sapos parteros. El
primer palito que me dio mi padre.
Una abubilla
desciende yo no sé de dónde y se posa a diez pasos de mí. Camina y picotea el
suelo. Levanta de vez en cuando la cresta blanca y negra. En cuanto me muevo
emprende el vuelo. Torpe…
Recojo una
brizna de tomillo y la estrujo entre los dedos. Como hacía mi padre. Si pudiese
mantenerme quieto y transparente… Ser agua que nace y pasa, un ruiseñor, niño y
hormiga, un olor, nada.
Si pudiese ser
solo primeras veces.
Ufffff... ¿Cómo "manchar" este silencioso bosque de palabras que manan desde lo más hondo de alquien que es tanto asombro como luz?
ResponderEliminarSer testigo del testigo.
Belleza.
Te quiero amigo, como la primera vez. Como en el primer abrazo.
Uffff ! (También...)
ResponderEliminarGracias a los dos. Ufff qué amables que sois :D
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