A través de
la mascarilla el olor de la fábrica de galletas… La de siempre. La que ya
estaba allí cuando volvía del colegio y miraba las nubes. Como esta tarde.
La forma de
las nubes. Al final de las calles vacías.
Hago fotos
con el móvil a lo que no hay.
Esta tarde. Al
final de la calle, de todas las calles,
un niño como una nube que pudoroso no toca las flores. ¿Contagiaré a la
primavera este virus, casi no vida, que no comprendo?
Amapolas,
viboreras, margaritas, capellanes, arvejas… colores recién estrenados que me
aguardan desde hace tanto…
Los pinos
que realmente eran cedros, qué altos. Un séptimo piso, no exagero. A los cedros
que fueron pinos y yo trepaba de niño. A las primeras ramas, tan altas entonces
ahora rozadas por poco con mi cabeza. Un poco me estiro según camino y sí, casi
casi las rozo.
Como las
nubes rozan el cielo, aguardando al final de las calles vacías en las que se
estira la tarde, de punta a punta.
Inmensas.
Como un edificio de siete plantas por siete que se eleva sobre ti, y te
envuelve. No exagero. Imposible trepar hasta sus primeras ramas. Ni de niño.
Me gustaría
sentarme al borde de las nubes o a la sombra de una margarita. Quedarme aquí
sin más y ver pasar a la gente, a la que conocí de niño y a la que no. A la que
nunca conoceré y ya estoy conociendo.
Pero no puedo.
No puedo
nada salvo oler en el aire las galletas de la fábrica. Otra vez. De nuevo.
Tengo miedo.
Tengo un poco de miedo, un poco más pequeño que una rama pequeña, no sé si de
cedro o de pino, a acostumbrarme. A acostumbrarme a eso que llaman la nueva normalidad.
Como a la
vieja.
No exagero.
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