Sigue lloviendo. Dos niños hablan de los colores de las vacas.
—Las limusinas son rojas. Casi. Las tudancas grises. Casi negras.
—Y los cuernos pequeños. De las limusinas. Las tudancas tienen cuernos grandes. Blancos y negros.
El desigual ritmo de la lluvia cayendo sobre las plantas. La luz de día.
En el principio debió ser así. Pensé de repente. Lo pensé sin pensar. Alguien hablando del color de las cosas. De los bisontes. Mirando la lluvia. Alguien hablando del tamaño de sus cuernos y sus huellas. Y luego callando.
Con cada movimiento cambia el brillo del agua sobre la lombriz. Lluvia de la mañana.
“El hombre natural, el hombre primitivo, que mira a la naturaleza, y ve la caída de las hojas, y se llena de asombro.”
En la web escucho hablar de haiku a un amigo. Una hermosa visita. Como un gorrión en la ventana.
Cuando era niño las vacas me daban miedo. Ahora también. Tan grandes. Me daban miedo pero me gustaba mucho verlas. Tranquilas, de colores, moviéndose despacio o echadas sobre la hierba, con sus ojos grandes y apacibles. Con cuernos grandes o pequeños. Moviendo la mandíbula sin abrir la boca. Pensando, pensaba yo.
Rozando la hierba escarchada, los cuernos enroscados de la oveja.
Cuando era niño me gustaba mirar la lluvia. Y ahora también. Y el olor de la tierra mojada de entonces. Y de la de ahora.
Con quién hablaría entonces de los colores de la lluvia. Del tamaño de sus gotas.
Con quién lo hago ahora.
En el principio debió ser así. Y en algún momento debí estar allí. Entonces o ahora. Lo pensé de repente. Sin pensar.
Mirando la lluvia mientras hablábamos del color de las cosas. Y su olor, enroscándose como las volutas del humo de una hoguera al borde del mundo. Hablando del tamaño de las estrellas y de su brillo, y del vacío que queda a su alrededor. Hablando y callando al ritmo desigual de las gotas de agua que caen sobre las plantas. Sobre los días y las noches. Sobre la tierra preñada de semillas. Sobre nosotros y nuestras palabras. Sobre nuestro silencio.
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