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さて、どちらへ行かう風がふく

bien... ¿a dónde ir...?
...el viento
sopla...


11 diciembre 2020

"Dos metros de distancia” Diario de experiencias del confinamiento por la pandemia de la Covid-19

 



Este libro es uno de esos milagros que a veces surgen de forma espontánea, como las estrellas. Se desarrolló en el confinamiento; bueno, era un germen de sesiones Skype, wasaps de apoyo y momentos entrañables, tan necesarios durante esos días. Amigos de verdad separados tras una pantalla, a dos metros de distancia o incluso más pero cercanos... muy cercanos. Empezamos a escribir haikus, haibun, poemas y relatos y a compartirlos en esas sesiones en las que nos veíamos las caras a través de las pantallas. Y surgió este libro, ahora una realidad. 

Hace tres días han llegado estas cajas a mi casa, apenas me ha dado tiempo a hacerles una foto para compartirlas por aquí porque ya están casi vacías; los amigos (a dos metros de distancia o incluso más... pero qué cerca, qué cerca) nos han comprado los libros que se donan íntegramente al Banco de Alimentos. Este pequeño grupo que se inició en los cursos de haiku y naturaleza de la UP, con José Fajardo ha seguido unido y esta es nuestra pequeña contribución en estos duros tiempos. 

En este libro escriben: María Vicent, Carmen Sánchez, Isabel Rubio, Jesús Roldán (que también ha hecho las ilustraciones), Eduardo Moreno Alarcón (prologuista y autor), Juan Lorenzo Collado Gómez, Josefina López, Emma González, José Manuel Cuenca, Nuria Alonso (autora también del glosario de la pandemia) y Antonia Alcalá. Además le hemos pedido una colaboración a Frutos Soriano (que nos ha corregido los haikus con sus siempre sabios consejos), Javier Sancho, Enrique Linares, Ángel Aguilar y Momiji. El epílogo es de José Fajardo, nuestro profesor de botánica, a quien le tenemos tanto cariño y respeto.


El precio es de 10 euros, que será donado al Banco de Alimentos.


-Toñi Sánchez verdejo-



-“Dos metros de distancia” Diario de experiencias del confinamiento por la pandemia de la Covid-19. Editorial Tragayines. 2020



13 noviembre 2020

la profundidad del otoño

 El milano real da dos vueltas a baja altura sobre el río y después se acerca hacia donde estoy sentado. No me atrevo ni a masticar un cacahuete más. Ni a respirar. Remonta la quebrada haciendo espirales. 


Mueve apenas las alas, la cola. Parece apoyarse en el aire.

Por un momento pienso que no me ve. Por un momento pienso que podría estirar el brazo y tocarlo.

Vuelve hacia el río quebrada abajo. Desaparece tras un cerro.


El silencio es total. Perfecto.



Caminar hasta perder lo senderos. Entre los rebollos y los pinos. Los robles, los serbales, los árboles, los troncos desnudos y las hojas verdes y amarillas. Y las espinas y las bayas rojas. Y lo que ya no sé nombrar.

Caminar hasta perder las palabras.

Los colores de la mañana. El aire. La luz del otoño.

彼一語我一語秋深みかも
kare ichigo, ware ichigo… aki fukami kamo

una palabra, otra, él, yo... ¿será esta la profundidad del otoño….?

Recuerdo, improviso, siguiendo la rama del roble que casi horizontal se extiende sobre el sendero.

Si un amigo estuviese aquí no sé qué le diría. Nada. Ni una palabra. Ni otra. Nada haría falta. Quizá esté. Ese amigo y aquel otro. Quizá estén todos aquí. Y yo no los oigo. O sí. Porque callan.

Porque se apoyan en el aire, sí, eso parece, eso siento.

En la profundidad del otoño que se extiende, casi horizontal, señalando todos los caminos. Ninguno. Hasta casi tocar el aire.

Seguiría caminando. Seguiría sin más. Espirales en el aire, lo que fui, aquello que salió del agua y vuelve a ella. Sin saber. Perfecto silencio.

En el musgo humedezco las manos que movieron aquella piedra.

Campo a través, boñigas de ciervo señalan la ruta.

Volver. A dónde. De dónde. Estirar el brazo y tocar…

A veces no me atrevo ni a respirar.

Cuesta arriba, en el horizonte blanquecino siluetas de gente buscando setas.











02 noviembre 2020

La noche y el día: Una fila de hormigas sobre la hierba

 

“El silencio interior es esencial para poder oír la llamada de la belleza y responder a ella. Si en nuestro interior no hay silencio -si nuestra mente, nuestro cuerpo, están llenos de ruido- no oiremos la llamada de la belleza”

Silencio. El poder de la quietud en un mundo ruidoso. Thich Nhat Hanh





La noche y el día: Una fila de hormigas sobre la hierba



Mi enorme gratitud a Enrique Linares, Carmen Sánchez Requena, Nicolás Trujillo y todos los demás que han hecho posible este vídeo. Por su magnífico trabajo, por su generosidad, también por su cariño, sobre todo por eso.





26 agosto 2020

la gente de las colinas

 






El cometa que no vimos. Las luciérnagas que sí. Tres. Mágicas.

Qué cansancio de repente. Un pájaro canta en alguna parte. Trinos que entran por la ventana abierta del norte y atraviesan toda la casa. Todo lo que hay en ella.

De repente se ha ido el sol. El viento parece venir del oeste, no sé a dónde va.

Anoche el viento era tan tibio, las estrellas tan brillantes. Pequeñas. Apareciendo poco a poco en el cielo sobre el mar. Como luciérnagas que se encienden de pronto entre lo más oscuro del bosque.

En el sendero de “la gente de las colinas”.

Cuando era niño pensaba que yo era uno de ellos. De ellas. Shide. Que como cuentan las leyendas “la buena gente” habían pegado el cambiazo en mi casa y a mí me habían dejado en el lugar del verdadero hijo de mis padres.

Creo que de niño leía demasiados cuentos de hadas….

Creo que ahora recuerdo demasiado.

A través de los viejos prismáticos de mi padre, el de verdad o el imaginario, vemos la vela de un velero solitario. La línea del horizonte separa el cielo del mar, justo ahora, la noche del día, la oscuridad de la claridad que se va. Qué solitario. Sí. Sus lucecitas en mitad de tanta poca luz. La silueta de su vela. Brilla. Es lo único que brilla, además de todo este silencio haciéndose noche.

Neowise. Seis mil años, más o menos, dicen que tarda en darse una vuelta por aquí.

Un cometa, una luciérnaga, la gente de las colinas… El brillo que se escapa tras las nubes o frente a las palabras. Esas cosas que están delante de mí y no puedo verlas. Ni nombrarlas.

Que nunca serán mías.

No sé qué estaba haciendo, o diciendo, cuando el petirrojo cantó una vez y volvió a la espesura.

El otro día.

Otro “otro día”.

En la marisma del oeste. Cuando caía la tarde. Tras el sirimiri. No sé de dónde venía el viento, no sé cuántas cosas atravesaron entonces los cantos de los pájaros.

No puedo decir nada sobre el cangrejo que atravesó el sendero cuando volvíamos a casa ya de noche. No se me ocurre nada acerca de la pareja de cisnes que se acercó a nosotros en la laguna, no sé por qué. Casi salía la luna, pero todavía no.

No sé cómo habla la gente las colinas. Quizá como yo.

Sin decir nada.

Desde el molino de marea miramos sin decir nada el karramarro gordo que no se mueve.

Ella, yo. Nadie hay aquí.

La luna llena, tan redonda, casi. Cómo brilla.




con un paraguas,
los niños casi alcanzan
la mora negra









02 agosto 2020

wanderlust

 







Creo que pocas cosas me parecen tan elegantes como alguien caminando con una mochila.

Esta mañana, a pesar del sirimiri, algún peregrino recorría la playa. “Para aquellos que pasan la vida a lomos de un caballo o en un barco, la vida es viaje”. O algo así decía Bashô.

Yo de niño construía barcos de madera a escala. Y leía novelas de piratas. Me encantaban los barcos. A lo mejor intuía lo que decía Bashô. No sé.

Ahora vivo tierra adentro y trabajo en algo tan rutinario como la arena. No lo había imaginado así la verdad.

Ahora, cuando vuelvo aquí, miro barcos con los prismáticos, a veces, y consulto el Vessel Finder. Puedo pasar horas mirando el mar o el infinito. Esperando que algún barco pase lejos, o sin más, esperando.

Siempre queda, siempre queda. 


“Después de todo, mi camino no es más que el camino de seguir mi estupidez hasta el final". Este es Santôka. Desde que leí su Sendas de Oku, hace ya muchos años, yo anhelaba ser Bashô, pero en realidad, sin saber, me parecía mucho más a Santôka. 

Algo intuía, supongo, cuando anduve por Mitori Kannon-do y por Yunohira aquel año hermoso de vagabundeo por Japón. 


“Mojado por el rocío
Voy en la dirección que quiero”



En esto no me parezco. En esto no... 


Me tomo una cervecilla en casa mientras espero. Chauvito, el playmobil de la serie prehistoria que un amigo me regaló, me mira. Como solo él sabe mirar. Al infinito. Elegantemente. 
Wanderlust. Seguro. Los hijos de la Edad de los renos nos parecemos todos. Esperamos. Siempre. A veces sin saber qué. 

Extraño, es extraño todo esto. Pensar incesantemente en lo que es y sobre todo en lo que no es. En lo que nunca ha dejado de ser. Sin encontrar mi lugar. Siguiendo mi estupidez. Calado hasta los huesos y con ganas de quitarme el chubasquero.



vuelve a llover 
la gata tricolor persigue algo 
al borde la playa







30 julio 2020

unas gotas solo

 





En la encrucijada. ¿Escogeré la luz? ¿La sombra? Nunca lo sabré, hasta no llegar al umbral.

Tan fácil sería… con Chame, disolviéndome en la Edad de los renos.

Y sin embargo las flores acaban transparentando el infierno que hay debajo.



Siesta bajo los sicomoros

Detrás el cielo que no sé cuándo cambió de color



En la playa las nubes no sé si van o vienen. Calor. Parece que llueve tan lejos que no puedo imaginarlo.

Una comunión con la gente que va más allá de las palabras y la especie. De los espejismos. Caracoles, hormigas, charranes, erizos. Ellos están aquí, en mi hogar. Justo en el atrio de mi cueva.



Es como si empezara a llover pero no.

Unas gotas solo, apenas agua, apenas aire.




29 julio 2020

俳句 azucenas marinas

 







No sabía si apuntarlo en Ritos y ceremonias o en Descubrimientos y revelaciones. Las dos cosas supongo. Hubo un tiempo que venir aquí era un rito. Mirar con los prismáticos los barcos una revelación.

El Fulmar Baltic, tank ship.
Repasando el horizonte buscando al Guk, tipo desconocido. Vessel Finder dixit. No veo… hay algo de calima...

Se está bien aquí. Shinjimei. Ima dake.

 



junto al sendero, 
recojo un manojo de azucenas 
que alguien cortó 





25 julio 2020

Buscando senderos


 



Buscando senderos al caer la tarde. A un lado su reflejo en el agua dejada por la marea. Al otro la montaña atravesada por el canto de los grillos y las criaturas invisibles de la noche.
 La luna creciente, un cometa por aparecer.

Colores que se escapan a toda mirada que no sea sincera.



16 julio 2020

Presentación libro "Senderos"

En la presentación, a cargo de la AGHA, del libro "Senderos" en el Museo de la Cuchillería de Albacete, Frutos Soriano montó una nueva teatralización sobre Bashô, como ya hiciera hace dos años en la entrega de premios del primer certamen del concurso.





Por todos los kami! Jamás jamás imaginé que iba a convertirme en personaje de una obra teatral. Y como partener de Bashô nada menos!

Magia del haiku. Magia de la buena gente de la AGHA 

Mágicos Frutos Soriano Fernández y José Zafrilla. Y Eduardo Moreno Alarcóno Moreno, cómo no, alter ego de uno que pasó por allí y os quiere.




29 junio 2020

Senderos (libro)



"El libro ha sido publicado por la editorial Doente y en su portada, que podéis apreciar en las fotos, hay elementos de la estética japonesa combinados con un edificio muy albaceteño. El título lo recibe del haibun ganador en la primera edición del concurso, escrito por Félix Arce, Momiji, a quien tanto agradecemos su visita a Albacete para recoger el premio. Hemos considerado que este título es idóneo para un libro que recoge tantas historias cotidianas de cuchillos, tijeras y navajas, de recuerdos emocionantes, de momentos de la vida en una ciudad como Albacete, que siempre ha sido un lugar de paso donde tantos senderos se entrecruzan."

Qué ilusión recibir este regalazo en mi buzón. Gracias, muchísimas gracias por vuestro trabajo y entusiasmo. Por ser como sois.

18 junio 2020

はつもの hatsumono



うぐひすの 麁相がましき初音哉
uguisu no sosoo ga mashiki hatsune kana

los torpes intentos
de un ruiseñor
¡primeros trinos de año nuevo!


-Yosa Buson-




-Andando por el campo siempre hay que llevar un palo- eso decía mi padre. Un palito. Él siempre decía “un palito”.

El chopo derribado por la tormenta aún no ha perdido su vigor. Las hojas verdes, recién estrenadas, parecen todavía beber el sol tumbadas sobre la hierba. Las ramas elásticas, cada vez más delgadas según camino hacia su copa.

No hay manera de arrancar una. Un palito.

Apenas reconozco todo esto. La orilla del río, los sauces y fresnos, los chopos. Me acuerdo de Bashô cuando andando por el profundo norte de Japón decía aquello de las colinas achatadas por el tiempo y los ríos que cambian su curso. Las piedras medio enterradas y los venerables árboles sustituidos por arbolitos jóvenes. El tiempo pasa y pasan las generaciones. Pero los ojos aún pueden contemplar recuerdos de mil años.


Un gavilán viene desde los campos y se pierde en el bosque de ribera. Luego vuelve. Ni a la primera ni a la segunda consigo enfocarlo con los prismáticos.

La senda estrecha que remonta el río paralela a la orilla apenas es distinguible entre las hierbas altas y las flores. Aciano, campanillas, tréboles… Cuántos nombres se me escapan. Justo aquí donde me parecen tan inútiles las palabras.


Pelusas de chopo enganchadas en las espinas del rosal silvestre. El sol va y viene.

Qué difícil acercarse a la orilla del río. Las lluvias de finales del invierno, una primavera sin nosotros y la naturaleza parece tomar aire. Y después soltarlo.

Qué bien huele todo. El olor… No sabría decir a qué. O a qué no. Todo parece estar aquí. Todo, como siempre. Parecen las mismas hormigas transitando en silencio a ras de la tierra y sus filas desparramadas por la hierba, y su fuerza increíble. Semillas de cebada, tallos de hierba… Y el niño que las miraba.


Tres cardelinas pasan volando, arriba y abajo, como sorteando olas, sobre el campo de cebada amarilla.

Apenas recuerdo cuándo fue la última vez que estuve aquí. La orilla del río, el canto del ruiseñor. Los dientes de león, la angélica, los gordolobos. Son enormes. Parecen tan altos como entonces. Es curioso, no recuerdo la última vez pero tal vez recordase la primera.


Una primera vez, para siempre. Una última, siempre inesperada.


Hatsumono. Las primeras veces. Qué aficionados son los japoneses a estas cosas. Sobre todo en Año Nuevo. La primera luz del sol del año, la primera visita al templo, el primer trino…

Qué torpecillos todos las primeras veces. Es hermoso. Para los japoneses. Ay qué cosas. Los descuidos del principiante. El revoloteo atropellado de quien estrena el aire.

¿Es una curruca? ¿Un ruiseñor? Seguro que Fernando lo sabría. Cuando me adentro en la espesura de la orilla a grabar su canto me comen los mosquitos.

Este es un cuco. Sí. Jope, su canto hace eco de tan claro. Una bóveda. Pienso. Todo esto parece una bóveda que devuelve el eco de todo lo que cantas, de todo lo que callas.

No sé por qué, sin más, cojo una espiga de cebada salvaje y la lanzo contra mí mismo. Parece que se va a quedar prendida en mi pecho pero no.


 “El placer de vivir me hizo olvidar el cansancio del viaje y casi me hizo llorar”. El bueno de Bashô.

Cuando era niño, cuando caminaba por aquí las primeras veces, hacía dardos con espigas de cebada y flores de margarita. Y espinas de cardo.

Ahora, después de este largo viaje, de todos los largos viajes, no me atrevo a cortar flores de margarita.

Ahora, hoy, enniñecido junto a la blancura de las flores de angélica, tan altas, recorro los senderos que huelen a río, que huelen…

Grande pequeño, nuevo antiguo. El olor es el mismo. Es el mismo.

Cuando los barbos remontan el río para desovar entre los guijarros cubiertos de algas y los caballitos del diablo apuran los primeros reflejos del agua sobre los juncos yo vuelvo a caminar por aquí, tan torpemente, estrenando flechas de cebada que apuntan al corazón, ensayando Dios sabe qué.

Vaya palito que me he pillado al final. Estaba junto a las flores de alfalfa, palitroque secado al sol dejado por la última riada del invierno.

Ni sé de dónde venimos. Ni sé si me reconocería asomado a la corriente si fuese capaz de atravesar toda la espesura que me separa del río. Ruiseñores y mosquitos.


Una mariposa blanca, azul, zigzaguea hacia mí. En la espesura, el canto de un herrerillo.

A veces, sin saber muy bien por qué, me paro y vuelvo la mirada. Nadie me sigue pero el sendero está lleno de mariposas.

Sin creerme mi suerte hago una foto a una mariposa oscura que parece dormitar sobre la hierba. Dudo si acercarme más o no. No hay nada salvo esto. Dormiría mil años aquí mismo. Dormiría mil años si tuviera alas.

Aquí donde vi la oruga tan gorda aquella que parecía brillar, cómo se movía. Bajó un ribazo y luego subió por el otro lado. ¿Sabía el niño que era una mariposa? Y en esta orilla el galápago que pareció mirarme y luego meterse en el agua. Y la culebra, qué verde, qué grande, que zigzagueó entre la hierba alta. Qué susto. Si hubiese estado mi padre con su palito… Bueno, menos mal que no estaba, al fin y al cabo.


Quizá el mundo en sus inicios era así. Quizá entonces yo estaba allí y ahora empiezo a recordar.

Qué cosas pienso. Como los  japoneses…


Hatsumono. ¿De verdad estuve aquí antes? ¿De verdad no es la primera vez? ¿De verdad no es la primera vez todas las veces?


Un aguilucho, ¿pálido? ¿lagunero? Parece flotar en círculos sobre los campos de cebada. A contraluz no lo distingo bien.

Pienso de pronto en lo pájaros, en todos los seres nacidos esta primavera y que no nos conocen.  Que no saben lo que es un ser humano.

Pienso en mí. En lo que yo tampoco sé.

¿De verdad seré el primero en estar aquí?

Hablo solo sin darme cuenta. Sin saber, sin conocer. Hablar, escribir, una manera de hacerme visible para mí mismo. Supongo.

Sería hermoso no saberme. Encontrarme de nuevo como quien sale de un confinamiento. Un poco torpe, un poco miedoso. Hablarme por primera vez sin pronunciar palabra, caminando, con el corazón descalzo.

Solo cuando no hay palabras, las hay.

Como un haiku siempre es de los últimos momentos. Así mi no-palabra sería siempre de los primeros.

 El primer sol de la mañana y la primera estrella de la noche. El primer vencejo que llegó a mi tejado y el primero en volver al sur. El primer abrazo del amigo y la primera risa compartida.
La primera hormiga y el primer niño que la mira.


El primer canto del autillo y la voz de los corzos. La primera llamada de los sapos parteros. El primer palito que me dio mi padre.


Una abubilla desciende yo no sé de dónde y se posa a diez pasos de mí. Camina y picotea el suelo. Levanta de vez en cuando la cresta blanca y negra. En cuanto me muevo emprende el vuelo. Torpe…


Recojo una brizna de tomillo y la estrujo entre los dedos. Como hacía mi padre. Si pudiese mantenerme quieto y transparente… Ser agua que nace y pasa, un ruiseñor, niño y hormiga, un olor, nada.

Si pudiese ser solo primeras veces.








11 mayo 2020

el olor de la fábrica de galletas


A través de la mascarilla el olor de la fábrica de galletas… La de siempre. La que ya estaba allí cuando volvía del colegio y miraba las nubes. Como esta tarde.

La forma de las nubes. Al final de las calles vacías.

Hago fotos con el móvil a lo que no hay.

Esta tarde. Al final de la calle, de todas las calles,  un niño como una nube que pudoroso no toca las flores. ¿Contagiaré a la primavera este virus, casi no vida, que no comprendo?

Amapolas, viboreras, margaritas, capellanes, arvejas… colores recién estrenados que me aguardan desde hace tanto…

Los pinos que realmente eran cedros, qué altos. Un séptimo piso, no exagero. A los cedros que fueron pinos y yo trepaba de niño. A las primeras ramas, tan altas entonces ahora rozadas por poco con mi cabeza. Un poco me estiro según camino y sí, casi casi las rozo.

Como las nubes rozan el cielo, aguardando al final de las calles vacías en las que se estira la tarde, de punta a punta.

Inmensas. Como un edificio de siete plantas por siete que se eleva sobre ti, y te envuelve. No exagero. Imposible trepar hasta sus primeras ramas. Ni de niño.

Me gustaría sentarme al borde de las nubes o a la sombra de una margarita. Quedarme aquí sin más y ver pasar a la gente, a la que conocí de niño y a la que no. A la que nunca conoceré y ya estoy conociendo.

Pero no puedo.

No puedo nada salvo oler en el aire las galletas de la fábrica. Otra vez. De nuevo.

Tengo miedo. Tengo un poco de miedo, un poco más pequeño que una rama pequeña, no sé si de cedro o de pino, a acostumbrarme. A acostumbrarme a eso que llaman la nueva normalidad.

Como a la vieja.

No exagero.











28 abril 2020

navegando

Cuando no puedo caminar navego.

Hay un barco, un tiempo, que no sabe de confinamientos. Los confines de ese mundo aguardan siempre a ser explorados.








26 abril 2020

contando pájaros


Primer muestreo. 26  Abril a las 9:21

 Un ejemplar  entra en mi campo de visión a unos cuarenta metros de altura rumbo noroeste sureste. Al llegar a la altura del edificio alto blanco comentado ayer ha dado una vuelta en espiral sobrevolándolo. Solo una porque en ese momento ha aparecido con el mismo rumbo otro ejemplar y ambos, uno detrás de otro, se han dirigido precisamente hacia la zona de los antiguos escolapios mientras perdían altura. Se confirma pues la posible zona de anidamiento en esa zona.

Contando pájaros.  Voluntariado organizado por la SEO-Birdlife  para realizar este fin de semana un censo de cernícalo  vulgar en la ciudad.


Acompañado de su padre, un niño de unos seis o siete años recorre con su patinete la acera del otro lado de la calle. Parece inseguro, parece contento. Su padre también. Vacilante traza curvas cada vez más cerradas hasta tener que parar. Casi se cae al suelo.

Hacía mucho que no veía niños en la calle. Cuánto. Cuántos días. Espirales de tiempo que no soy capaz de sobrevolar. Hay algo de antinatural en una ciudad sin niños. Como una primavera sin pájaros.

Primavera sin primavera.



Segundo muestreo.  12:05

Una pareja de cernícalos sobrevuelan en círculo el edificio blanco antes mencionado. Ganando altura y ampliando el radio de los círculos se han ido desplazando poco a poco hacia el noreste. A algo más de altura he podido ver a otros dos ejemplares, también trazando círculos aunque algo más erráticos.
Al final los he perdido a todos de vista hacia el noreste, cuando han salido de mi campo de visión. Al menos uno reclamaba de vez en cuando. Se le oía perfectamente en el aire del mediodía.


Había algo de Día de Reyes en la calle. Los niños en la calle, pocos, parecían celebrar algo. Algo nuevo y bueno. Algo había en ellos que parecía tomar altura, un poco a tientas, sin saber. También en sus padres.

Espirales en el aire. Trinos de pájaros que no veo, risas de niños que no conozco.

¿Habrán bajado a la calle los dos hermanos que algunas tardes juegan a perseguirse en la terraza de su casa? ¿Se alcanzarán hoy corriendo por las calles vacías?



Fuera de la hora de muestreo.

Un cernícalo ha sobrevolado varias veces el pequeño descampado frente a mi casa. A no mucha altura. Luego lo he perdido de vista porque ha sobrepasado mi tejado. Por un momento parecía que iba a venir hasta mi ventana.

 Eso he pensado. Por un momento.



Después, no sé por qué, me he dado cuenta de que contaba recuerdos. Momentos como pájaros, en espirales que venían y volvían sobrevolando algo que a veces creo que soy yo. Asomado a una ventana.

Un niño pedaleaba vacilante en una mañana de sol sobre una bici nueva. De carreras. Roja. Aún con ruedines. Tenía hasta un bote verde sujeto bajo el cuadro para llevar agua. Aquel bote era lo mejor. Todos los amigos pedían beber de aquel bote verde.

Había un mundo vacío entonces. Por estrenar, como un cielo de primavera esperando a los vencejos.



Las nubes de la lluvia que viene ascienden ya por la ladera de la Sierra de Santa Ana. Se van deshaciendo según toman altura.

En el cielo una pareja de cigüeñas en dirección sureste, qué alto vuelan, se pierden en el cielo que se curva más allá de la ciudad. Parece que flotan en el aire atravesando la luz de la tormenta.

















23 abril 2020

piececillos

Pobrecitos pies míos. Quizá debería leer, el día del libro y todo eso, o pensar en algo. Pero no echo de menos mi cabeza. A mis piececillos sí.

Creo que amo más a mis pies que a mi cerebro. Mis descerebrados pies me han dado todos los caminos. Han dejado que germine en playas solitarias y ascienda y descienda montañas. Solo a través de mis pies el mar pudo acceder a mi corazón.

Mis pies... en la pocilla que en la bajamar cavó un niño.

Bailan. Ellos solos. Sin saber por qué. Al ritmo de ritmos que no oigo.


(Necesito,  necesito...)


 






18 abril 2020

kintsugi


俄雨瀬戸物売りは常の足
niwaka ame setomono uri wa tsune no ashi

chaparrón
el vendedor de porcelana
mantiene el paso

-Yosa Buson-


Yo creo que esta tarde había más gente en las ventanas. Yo creo que aguardaron más tiempo después del aplauso. Quizá la tormenta. No sé.

Justo antes de las ocho parecía que las nubes iban hacia poniente. Luego no. Parecía que venían de allí. Qué cosas. Las nubes.

Hay veces que me dan ganas de abrazar. Sin más. A la gente. A las nubes. Qué cosas, que van y vienen, de aquí para allá.

Kintsugi. Una costumbre japonesa, un arte, la de reconstruir cerámicas rotas con oro. Así pues las grietas no se disimulan sino que se embellecen.

Qué cosas. Japoneses.

Grietas. Parecían grietas los restos del cielo entre las nubes esta tarde. Justo antes, y justo después, del aplauso de las ocho. La gente en las ventanas, con sus aplausos, y los truenos en no sé dónde, lejanos, de vez en cuando.  Y la luz de la tarde que no lo es del todo atravesada por las fulguraciones de los relámpagos. Y el olor de las cosas que comienzan. Ese olor...

Había belleza en todo en ello. Da cierto pudor confesarlo. Es verdad. Pero es verdad que aguanté en la ventana más allá de los aplausos y de los truenos. Y del silencio que vino después.

Esas ventanas abiertas que también aguantan las primeras gotas y su silencio. Quién. Quienes sois. Quisiera llegar hasta allí y decir. O callar. Quisiera ser un pájaro blanquinegro que anida a la vista de todos.

Luego una gota fue otra y otra. Y otra.

Luego granizó.

Y después miré cómo se había quedado sobre la hierba, retenido como los restos de una nevada imposible.

Y luego llamó mi hermano por teléfono.



Reconstruyo un recipiente para albergar un vacío que me da sentido. Con los hilos de un atardecer que no entiendo, con el regreso de los pájaros blanquinegros que no sé desde dónde llegan.

Justo hoy llegaron los aviones, qué pequeños, a su nido bajo el alero de mi casa. Como todas las primaveras. Y volaban aquí y allá, qué ligeros, ajenos a la herrumbre de la tierra firme, atravesando la luz de la tormenta.

Ayer no estaban. Hoy sí.

No sé. Qué cosas. Pero es así. Todo. Ahora sí, ahora no. Blanco, negro. Conmigo, sin mí.

Era hermosa. Sí. De verdad que sí. Esta tarde con las ventanas abiertas atravesadas de manos de todos los tamaños.  Esta tarde atravesada de relámpagos y aviones. 

Kintsugi. No sé qué reconstruir. Como todos supongo. No sé si reconstruir o construir. Con oro o con pájaros. No sé. ¿Quién nos devolverá a nuestro ser? ¿Qué manos? ¿Qué palabra? ¿Su silencio? ¿Brillarán nuestras heridas?

Relámpagos suturando la tarde que se va. En silencio.

Esta tarde miraba la tormenta que ya pasaba, si es que se puede mirar eso, y pensaba sin pensar en lo que soy. En lo que no soy. En lo que debería ser.

En la luz fulgurante que recompone el cielo. Y la tierra.


Luego las gotas de lluvia fueron una.

Luego nada.

Luego vino la noche.

Y pensé en los aviones, tan pequeños. ¿Estarán bien?

Mantener el paso.

Mantener el paso cuando todo alrededor parece derrumbarse. Mantener el paso cuando sabes que algo frágil y valioso  depende de ti.

Caminar sin más, bajo la lluvia  súbita de primavera, cuando aguardas sin saber por qué a los pájaros, lo abrazos, que vendrán.















03 abril 2020

nieve y sakura


Un día de esta semana, uno cualquiera, mientras aquí nevaba a la mañana, cómo caía,  pude ver los cerezo en flor. Qué lejos. Me llamó una amiga japonesa por facebook. Una videollamada, por sorpresa.

Quería que viera la sakura. Ella paseaba por un parque junto a su madre. Estaba preocupa por las noticias que allí hablan sobre España. Es curioso, nunca sabemos quién se asomará un día a la ventana pensando en nosotros. Tan lejos. Bajo los cerezos en flor.

Yo le enseñé la nieve. La de aquí, la de Soria. Qué hermosa. Extraño hanami. Cuando allí caen las frágiles flores de los cerezos parece que nieva. Las calles se cubren de pétalos rosados, casi blancos, y cuesta que no te cubran la cabeza, como a un recién casado.

Es casi imposible no pisar los pétalos de cerezo. No importa el cuidado que pongas.

La belleza efímera de las cosas. La belleza que aparece de pronto, nos llena el alma, y desaparece sin más, sin hacer ruido. Una belleza real, sincera. Mucho más hermosa que la inventada y confinada por nosotros.

A la tarde me sentía raro. Mi pensamiento vagabundo, inconfinable,  iba y venía una y otra vez más allá de mi casa. Rondaba errante por las riberas marinas y los senderos que sinuosos atraviesan los bosques. .

Tengo un sombrero de junco, de esos que llevan los peregrinos budistas en Japón con kanjis escritos, poemas, sentencias…  y sin saber muy bien por qué me lo puse. Luego me lo quité, me sentía ridículo.  Pensaba en Santôka, en Bashô… Luego en mí… Luego me lo puse otra vez. Me lo ponía y me lo quitaba sin más. Y miraba el cielo de la tarde, sin aviones.

 Era justo antes de los aplausos de las ocho.

Los que cuidan y lo que son cuidados. La pesada quietud de una habitación que no es la suya. La esperanza de nuestros corazones asomados a las ventanas.

Qué frío. Se me quedaron las manos heladas. Aún quedaba bastante nieve, aunque ya hecha corros, numerosos, como los pétalos caídos al suelo de unos cerezos invisibles.

Me he metido en casa, y con mi sombrero de peregrino otra vez puesto he buscado la tienda de campaña que no uso desde hace años y la he extendido sobre el suelo del salón. Jope, no sé si era real pero a mí aún me olía a campo.

Por un  momento he visto de nuevo aquel chotacabras sobrevolar nuestro campamento improvisado junto al río, como un relámpago fugaz al borde del anochecer.

Aquel que esbozó nuestra adolescencia, que nos quitó todas las palabras.


Los pájaros me recuerdan que puedo volar.


Pienso en los vencejos que vendrán. En las hierba creciendo en los senderos. Necesito  el aire libre, la lluvia, y las hojas de los árboles, los grillos y el silencio que viene después. La suavidad de la brisa, su tibieza, mi piel, de una noche de verano.

Que vendrá. Que ya está viniendo.

Quizá estos días cada uno acampamos donde podemos. Quizá hay un campo primordial que nos vio correr cuando éramos niños y aguarda nuestras risas. Las estrellas limpias de las noches de verano nos esperan. Con todo el tiempo del mundo.

Alguien nos llama en silencio.

Desde lo más profundo y salvaje de esta noche.

Una noche para acampar en la quietud de uno mismo. Una noche en la que la nieve son pétalos de otros horizontes.











29 marzo 2020

Una primavera sin nosotros


“Estaba pensando aquí desde el balcón que cada día es diferente en la naturaleza.
Una determinada combinación de luz, de temperatura del aire...cada día distinto.
Las casas por dentro son como siempre iguales.”

Un whatsapp en la mañana. Ella. El mar. Allí.

Confinamiento. Lo inimaginable hace tan sólo unos cuantos días.

 Un marzo sin marzo. La primavera sin nosotros.


Sólo comprar comida, farmacia, trabajo … Multas, el ejército en la calle. No es una película. Lo mejor y lo más estúpido de nosotros mismos sale cada día a la calle sin calles.

El corazón humano. Siempre al borde de la catástrofe. Huérfano de algo que intuye y nunca llega a tocar. Una estrella que implosiona, una estrella que explota, reventando de brillo, para iluminar el universo entero. Entre el agujero negro y la supernova. inabarcable y que lo abarca todo. Acogiendo toda la oscuridad del cosmos y la mirada inquieta del buscador.

Qué extraños estos días… Y estas noches. Duermo mal y me despierto pronto. Aniquiladas las rutinas, dejarse llevar hacia una extraña ataraxia.

Luminosa la mañana sin nadie en la calle. Es verdad, esa combinación de la luz… El sonido de mis propios pasos hacia el súper. Qué pequeños.

El sonido de una persiana. Un anciano en una ventana de un tercer piso. Parecemos únicos habitantes de esta mañana, varados sin saber en la luz de esta mañana. Siento de pronto el impulso de saludar. No sé. De decir “no estamos solos”. De abrazar. De abrazar el aire tal vez. Como un pájaro.

Pavesas de un solo fuego. Ahora lo sabemos. En la necesidad de los otros. De los desconocidos que nos hacen lo que somos. Sin saberlo. El nosotros que titila en la oscuridad anhelando la misma luz que nos conforma.


Es la soledad y no el bosque lo que impulsa a saludar a un desconocido. El mundo humano convertido en bosque de pronto. La nieve más blanca y el agua más cristalina. Qué claro el canto de los pájaros, la voz tenue de las abejas. Es el propio aire más transparente, más lejano.
Se ha hecho de pronto el mundo más mundo sin nosotros.


 Más humano.

El bosque, bosque al fin.




 Soy un náufrago, como anhelaba de niño, dejando crecer la barba, qué escasa, y renunciando a los adornos. Al rescate. Contemplando sin prisa el lento transcurso de las horas, su peso. Las infinitas combinaciones de la luz en el lejano aire de la mañana. Envuelto en la temperatura de la frágil presencia de la primavera sobre mi piel.

Las casas siempre iguales por dentro. Tal y como la dejaste al salir, así al volver.

Como nosotros. Aire viciado, polvo, cuando somos incapaces de salir de nosotros mismos. Qué tristeza volver una y otra vez a uno mismo y encontrarse así, tal y como fuimos antes del viaje.

Cada día distinto, cada día igual. Mi solitario corazón, qué tímido, asomándose al balcón de una naturaleza sin mí.  Mirando de soslayo lo que soy.



La luz del pájaro en la voz de la mañana.

Luego nada.




Aplausos a las ocho. Luces de navidad en la ventana.

Quizá algo está naciendo ahora mismo sin que nos demos cuenta. Quizá la luz.

Un abrazo. Al desconocido en la ventana, al de cada día. A ti, quien quiera que seas, aunque desvíe la mirada. Al aire tibio de primavera.

Un abrazo en mitad del bosque.













15 marzo 2020

nuestra naturaleza

Esta mañana he abierto la ventana de la galería y la calle desierta me ha llegado al alma. Solo un barrendero, un chico de color, estaba parado como mirando algo lejano en el aire fresco de la mañana. El sol espléndido. El canto de los pájaros...

Creo que es la primera vez que la soledad perfecta de una mañana de sol me encoge el corazón.

Qué sensación tan extraña.

Al darme la vuelta para volver a entrar en casa he visto que en uno de los tiestos, vacío, solo tierra, había germinado algo.
Las primeras hojas, semillas que dejé en la tierra, en un día que ya no recuerdo, de una fruta que desconozco.

Sin que yo sepa cómo, mientras dormía, la semilla germinó y extendió sus hojas en la soledad de una noche cualquiera. Porque es lo suyo. Es su naturaleza.