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さて、どちらへ行かう風がふく

bien... ¿a dónde ir...?
...el viento
sopla...


29 junio 2020

Senderos (libro)



"El libro ha sido publicado por la editorial Doente y en su portada, que podéis apreciar en las fotos, hay elementos de la estética japonesa combinados con un edificio muy albaceteño. El título lo recibe del haibun ganador en la primera edición del concurso, escrito por Félix Arce, Momiji, a quien tanto agradecemos su visita a Albacete para recoger el premio. Hemos considerado que este título es idóneo para un libro que recoge tantas historias cotidianas de cuchillos, tijeras y navajas, de recuerdos emocionantes, de momentos de la vida en una ciudad como Albacete, que siempre ha sido un lugar de paso donde tantos senderos se entrecruzan."

Qué ilusión recibir este regalazo en mi buzón. Gracias, muchísimas gracias por vuestro trabajo y entusiasmo. Por ser como sois.

18 junio 2020

はつもの hatsumono



うぐひすの 麁相がましき初音哉
uguisu no sosoo ga mashiki hatsune kana

los torpes intentos
de un ruiseñor
¡primeros trinos de año nuevo!


-Yosa Buson-




-Andando por el campo siempre hay que llevar un palo- eso decía mi padre. Un palito. Él siempre decía “un palito”.

El chopo derribado por la tormenta aún no ha perdido su vigor. Las hojas verdes, recién estrenadas, parecen todavía beber el sol tumbadas sobre la hierba. Las ramas elásticas, cada vez más delgadas según camino hacia su copa.

No hay manera de arrancar una. Un palito.

Apenas reconozco todo esto. La orilla del río, los sauces y fresnos, los chopos. Me acuerdo de Bashô cuando andando por el profundo norte de Japón decía aquello de las colinas achatadas por el tiempo y los ríos que cambian su curso. Las piedras medio enterradas y los venerables árboles sustituidos por arbolitos jóvenes. El tiempo pasa y pasan las generaciones. Pero los ojos aún pueden contemplar recuerdos de mil años.


Un gavilán viene desde los campos y se pierde en el bosque de ribera. Luego vuelve. Ni a la primera ni a la segunda consigo enfocarlo con los prismáticos.

La senda estrecha que remonta el río paralela a la orilla apenas es distinguible entre las hierbas altas y las flores. Aciano, campanillas, tréboles… Cuántos nombres se me escapan. Justo aquí donde me parecen tan inútiles las palabras.


Pelusas de chopo enganchadas en las espinas del rosal silvestre. El sol va y viene.

Qué difícil acercarse a la orilla del río. Las lluvias de finales del invierno, una primavera sin nosotros y la naturaleza parece tomar aire. Y después soltarlo.

Qué bien huele todo. El olor… No sabría decir a qué. O a qué no. Todo parece estar aquí. Todo, como siempre. Parecen las mismas hormigas transitando en silencio a ras de la tierra y sus filas desparramadas por la hierba, y su fuerza increíble. Semillas de cebada, tallos de hierba… Y el niño que las miraba.


Tres cardelinas pasan volando, arriba y abajo, como sorteando olas, sobre el campo de cebada amarilla.

Apenas recuerdo cuándo fue la última vez que estuve aquí. La orilla del río, el canto del ruiseñor. Los dientes de león, la angélica, los gordolobos. Son enormes. Parecen tan altos como entonces. Es curioso, no recuerdo la última vez pero tal vez recordase la primera.


Una primera vez, para siempre. Una última, siempre inesperada.


Hatsumono. Las primeras veces. Qué aficionados son los japoneses a estas cosas. Sobre todo en Año Nuevo. La primera luz del sol del año, la primera visita al templo, el primer trino…

Qué torpecillos todos las primeras veces. Es hermoso. Para los japoneses. Ay qué cosas. Los descuidos del principiante. El revoloteo atropellado de quien estrena el aire.

¿Es una curruca? ¿Un ruiseñor? Seguro que Fernando lo sabría. Cuando me adentro en la espesura de la orilla a grabar su canto me comen los mosquitos.

Este es un cuco. Sí. Jope, su canto hace eco de tan claro. Una bóveda. Pienso. Todo esto parece una bóveda que devuelve el eco de todo lo que cantas, de todo lo que callas.

No sé por qué, sin más, cojo una espiga de cebada salvaje y la lanzo contra mí mismo. Parece que se va a quedar prendida en mi pecho pero no.


 “El placer de vivir me hizo olvidar el cansancio del viaje y casi me hizo llorar”. El bueno de Bashô.

Cuando era niño, cuando caminaba por aquí las primeras veces, hacía dardos con espigas de cebada y flores de margarita. Y espinas de cardo.

Ahora, después de este largo viaje, de todos los largos viajes, no me atrevo a cortar flores de margarita.

Ahora, hoy, enniñecido junto a la blancura de las flores de angélica, tan altas, recorro los senderos que huelen a río, que huelen…

Grande pequeño, nuevo antiguo. El olor es el mismo. Es el mismo.

Cuando los barbos remontan el río para desovar entre los guijarros cubiertos de algas y los caballitos del diablo apuran los primeros reflejos del agua sobre los juncos yo vuelvo a caminar por aquí, tan torpemente, estrenando flechas de cebada que apuntan al corazón, ensayando Dios sabe qué.

Vaya palito que me he pillado al final. Estaba junto a las flores de alfalfa, palitroque secado al sol dejado por la última riada del invierno.

Ni sé de dónde venimos. Ni sé si me reconocería asomado a la corriente si fuese capaz de atravesar toda la espesura que me separa del río. Ruiseñores y mosquitos.


Una mariposa blanca, azul, zigzaguea hacia mí. En la espesura, el canto de un herrerillo.

A veces, sin saber muy bien por qué, me paro y vuelvo la mirada. Nadie me sigue pero el sendero está lleno de mariposas.

Sin creerme mi suerte hago una foto a una mariposa oscura que parece dormitar sobre la hierba. Dudo si acercarme más o no. No hay nada salvo esto. Dormiría mil años aquí mismo. Dormiría mil años si tuviera alas.

Aquí donde vi la oruga tan gorda aquella que parecía brillar, cómo se movía. Bajó un ribazo y luego subió por el otro lado. ¿Sabía el niño que era una mariposa? Y en esta orilla el galápago que pareció mirarme y luego meterse en el agua. Y la culebra, qué verde, qué grande, que zigzagueó entre la hierba alta. Qué susto. Si hubiese estado mi padre con su palito… Bueno, menos mal que no estaba, al fin y al cabo.


Quizá el mundo en sus inicios era así. Quizá entonces yo estaba allí y ahora empiezo a recordar.

Qué cosas pienso. Como los  japoneses…


Hatsumono. ¿De verdad estuve aquí antes? ¿De verdad no es la primera vez? ¿De verdad no es la primera vez todas las veces?


Un aguilucho, ¿pálido? ¿lagunero? Parece flotar en círculos sobre los campos de cebada. A contraluz no lo distingo bien.

Pienso de pronto en lo pájaros, en todos los seres nacidos esta primavera y que no nos conocen.  Que no saben lo que es un ser humano.

Pienso en mí. En lo que yo tampoco sé.

¿De verdad seré el primero en estar aquí?

Hablo solo sin darme cuenta. Sin saber, sin conocer. Hablar, escribir, una manera de hacerme visible para mí mismo. Supongo.

Sería hermoso no saberme. Encontrarme de nuevo como quien sale de un confinamiento. Un poco torpe, un poco miedoso. Hablarme por primera vez sin pronunciar palabra, caminando, con el corazón descalzo.

Solo cuando no hay palabras, las hay.

Como un haiku siempre es de los últimos momentos. Así mi no-palabra sería siempre de los primeros.

 El primer sol de la mañana y la primera estrella de la noche. El primer vencejo que llegó a mi tejado y el primero en volver al sur. El primer abrazo del amigo y la primera risa compartida.
La primera hormiga y el primer niño que la mira.


El primer canto del autillo y la voz de los corzos. La primera llamada de los sapos parteros. El primer palito que me dio mi padre.


Una abubilla desciende yo no sé de dónde y se posa a diez pasos de mí. Camina y picotea el suelo. Levanta de vez en cuando la cresta blanca y negra. En cuanto me muevo emprende el vuelo. Torpe…


Recojo una brizna de tomillo y la estrujo entre los dedos. Como hacía mi padre. Si pudiese mantenerme quieto y transparente… Ser agua que nace y pasa, un ruiseñor, niño y hormiga, un olor, nada.

Si pudiese ser solo primeras veces.