Salir al frío. Forrado con todo lo que tengo y sentir como el viento gélido me corta la cara.
Estoy vivo.Algo pequeño que renace de pronto.
Un fantasma.
El milano, la picaraza, con este viento ¿cómo es posible que vuelen? Por momentos parece que lo hacen hacia atrás.
En líneas casi paralelas, surcando los rastrojos la nieve de anoche.
En cuanto abandono el sendero y camino campo a través empiezo a hablar solo. O con alguien, no sé.
¿Con quién hablo cuando no hablo con nadie?
Al llegar a lo alto del monte me encuentro con el viento. Me congela las manos en cuanto me quito los guantes. Abro la mochila, ahora sí que me pongo todo lo que tengo. Ni aun así. El viento atraviesa el gorro, el cuello alto, los guantes...
Traspasa mis huesos y luego vuelve a salir al aire, más blanco.
Apresuro el paso para llegar al bosque cuanto antes, qué frío. Los quejigos, recogidos sobre sí mismos, tienen menos hojas.
Vaguada arriba veo un corzo. No parece muy preocupado por mi presencia. Luego veo alguno más. Solo intuidos entre la espesura del bosque.
Me siento sobre el suelo muy muy lentamente. Están a poco más de veinte metros. Miro cómo me miran entre las ramas de pinos y quejigos. Sé que están a nada de huir.
Me ladran.
Desaparecen.
Durante un buen rato continúo aquí, en el mismo sitio, así. Esperando. Chispea nieve. En la lejanía las montañas están ya blancas.
Una luminosidad extraña, como si el sol solo brillara allí, las envuelve. Saco los prismáticos.
Unos buitres giran sobre el valle del río. Uno, dos… tres… Qué gris el cielo.
La nieve, qué pequeña, no deja de caer.
Aguardando a los corzos, aquí sentado, encogido de frío, un poco, siento que soy. Que soy algo, que pertenezco a algún lugar, por fin. La corriente se ha detenido por un momento.
No sé en qué remolino se perdió la angustia que venía conmigo. No sé de dónde la traje. No está. Ahora no está.
Como la nieve tan ligera de la noche pasada. Sobre las setas y las hojas caídas de los quejigos.
Una ardilla baja al suelo a remorder una piña. El soniquete de un pájaro carpintero que no logro ver…
Pienso de pronto en el corcino que vi hace unos días. Era tan pequeño que al principio lo confundí con un zorro.
Una luminosidad extraña, como si el sol solo brillara allí, las envuelve. Saco los prismáticos.
Unos buitres giran sobre el valle del río. Uno, dos… tres… Qué gris el cielo.
La nieve, qué pequeña, no deja de caer.
Aguardando a los corzos, aquí sentado, encogido de frío, un poco, siento que soy. Que soy algo, que pertenezco a algún lugar, por fin. La corriente se ha detenido por un momento.
No sé en qué remolino se perdió la angustia que venía conmigo. No sé de dónde la traje. No está. Ahora no está.
Como la nieve tan ligera de la noche pasada. Sobre las setas y las hojas caídas de los quejigos.
Una ardilla baja al suelo a remorder una piña. El soniquete de un pájaro carpintero que no logro ver…
Pienso de pronto en el corcino que vi hace unos días. Era tan pequeño que al principio lo confundí con un zorro.
Lo vi solo un momento. Intenté acercarme con todo el cuidado del mundo, en silencio, pero desapareció en la espesura. Simplemente desapareció.
Me pareció tan frágil, tan solo…
¿Estará bien?
Pienso y no pienso, no sé… Una ligereza tan fría y blanca como la luz sobre la nieve de las inalcanzables montañas. Un fantasma que retorna de algún lugar al que pertenezco desde siempre. Le revenant.
Todos lo somos.
Pienso…
Pero no escribo. Por no sacar la libreta de la mochila. Qué frío.
El viento es brutal en el camino de vuelta a casa. Corta lo que soy y lo que fui. Piso la tierra húmeda y miro la huella de mi bota.
Estoy vivo.
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