A veces, cuando nada de oye, salvo la lluvia, pienso en el sapo que habitaba allí. En el jardín del templo. En su rincón.
Aquel sapo fue durante todo el tiempo que viví allí un amigo. Un buen amigo. Salir a comprobar si estaba allí, en su sitio, tras cada llovizna, se convirtió en un ritual tan necesario como íntimo para mí.
Gracias por estar ahí. Por acompañarme.
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