De qué
hablarán los rinocerontes... Hace un rato estaba yo viendo en la 2 (sí, soy de
esos) un docu sobre los cuatro años de rodaje que se pegó un equipo de tv para realizar
una super peli documental de la fauna salvaje de África. De norte a sur y de
este a oeste. Es-pec-ta-cu-lar. Esto era el making off y ya la cosa
impresionaba. En un momento dado salía una charca en mitad del Kalahari donde
se reunían por la noche los rinocerontes negros a charlar. Tal cual. Así lo
relataba emocionado el realizador.
Uno está
acostumbrado a ver a esos bicharracos imponentes, con sus andares medio prehistóricos
medio cómicos, como si rebotaran ingrávidos por el suelo, siempre adustos y
solitarios. Cortos de vista como son ellos, con esos ojillos que te miran
(bueno a la cámara) como de soslayo, como con indiferencia.
Verlos
ahora en un animado grupo bajo la luz blanquinegra de la luna arrimando sus
hocicos puntiagudos como susurrándose secretos del desierto, un secreto en sí
mismo, sin prisa, mirándose a los ojillos sin verse mucho, intuyéndose… “Qué
tal, sigues merodeando por aquella acacia donde vivía el viejo leopardo?” “Cómo
le va a tu chaval (aquí también hay familias monoparentales mira tú) se sigue
despistando entre los arbustos persiguiendo lagartos espinosos?” “Has vuelto a
ver al refunfuñón que no soportaba a los impalas y sus cabriolas?” “Dicen que tuvo un mal encuentro con esos alienados
alienígenas que pretenden nuestros cuernos por no se sabe qué propiedades
mágicas” “Memos…” “Sí, memos…”
Rinocerontes
charlando a la luz de la luna. Qué tranquilotes parecían, mansulines, con el
brillo ese blanquecino que las cámaras infrarrojas extienden sobre las
criaturas que no entienden de cámaras infrarrojas. Ha habido un momento en que
uno de ellos, ya solo, siempre hay un rezagado que apura hasta el último sorbo
de la noche, se ha tumbado sobre la arena todo lo grandón que era. Como
queriendo echar un último vistazo a la luna muuuuuy tranquila y cómodamente. Tenía
esa criatura un poderío natural que apabullaba. Como apabulla, no la estupidez
arquitectónica de la vanidad humana, sino la blancura inmensa de las nubes de
verano. El señorío natural de quien sin saberlo se sabe señor del desierto y de
la noche del desierto. Joer, qué ganas me han dado de esta allí, lo juro.
Aunque fuese transmutado en un diminuto jerbo sureño dedicado al merodeo y espionaje
de lo formidable. Qué miedo, qué maravilla.
Cuando
se ha terminado el docu he zapeado para toparme con un informativo en el que
unas señorías hablaban muy serios y muy en serio de la corrupción política. Y
muy alto. Tirando de argumentario sin el menor argumento, sin el más mínimo
pudor. Qué lejos. Qué lejos los he visto ahí apoltronados en sus Kalaharis
particulares. Agarrados a dios sabe qué cuerno mágico que desenmarañe lo obvio.
Ochocientos mil años de evolución del lenguaje para no decir nada. Qué raros
somos. Qué memos. He apagado la tele.
Salgo
a la terraza. Busco y encuentro una luna creciente algo acomplejada entre las
nubes. Brilla. Qué cerca la siento. Bajo su luz blanquinegra miro el mundo sin ver
mucho, intuyéndolo. Sin prisa, poco a poco. Me tumbaría ahora mismo aquí, con
los brazos bajo mi cabeza, para apurar hasta el último sorbo de este mundo
formidable, incorruptible. Solo estar aquí, conversando entre susurros sobre lo
que quiera que hablen los rinocerontes negros de una charca en el Kalahari.
Fotografía: internet
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