En el huerto una cebolla desenterrada. El sol de la mañana.
Me vienen grandes estas botas de agua y camino como un pato hacia el huerto. La escharcha cubre el suelo de un brillo sobrecogedor. El primer azadonazo casi rebota sobre la tierra helada. Soy un debilucho abrigado hasta las cejas que desentierra grama del huerto en una mañana de invierno. No es la primera vez que estoy aquí, en este mismo lugar, haciendo esto mismo. Es tiempo de samu. Silencio, concentración...
Cachiuscas, cachiuscas, así llamaba yo de pequeño a las botas de agua. Recuerdo saltar sobre los charcos, riendo. Aun sin reír, riendo. Siento los guantes fríos en mis manos mientras arranco la grama de la tierra helada. Cruje un instante. Un eco sordo que parece venir desde el centro de la tierra. Y me siento solo, sin saber por qué. Qué frío. Qué frío… No tengas miedo, no tengas miedo… Cachiuscas, cachiuscas, repito en silencio dentro de mí…
En el zazen de la tarde el sol va entrando en el zendo poco a poco. Me siento reloj de arena marcando un tiempo que no es mío. Un tiempo que transcurre más allá de este momento. Abren la puerta y la sombra de uno de mis compañeros se alarga de pronto con el sol del atardecer. El sol, el sol. Mirar hacia el sol con los ojos cerrados. El calor de su luz.
En el aire limpio y sereno de la noche ni una mota de polvo encuentra sobre qué reposar. Sobre lo que soy. Me arrebullo en el futón. Alguien ronca un poco más allá. Siento en el aire cómo la temperatura se desploma ahí afuera. Me arrebullo aún más. Yazgo en el desierto, el lugar en el que no hay dónde esconderse.
Por la mañana, nada más salir el sol, la escarcha ha cubierto los surcos que cavamos ayer.
Los terrones parecen pegados a la propia tierra de la que formaron parte. Una y otra vez las raíces de grama me llevan hasta el centro de la tierra. De vez en cuando lombrices enormes aparecen y desaparecen entre la tierra. La tierra... Me siento tierra, barro, por momentos aquí clavado hasta los tobillos. Me huelo a tierra cuando sin darme cuenta aparto con la muñeca el pelo de mi frente. Mis guantes son ya tierra, helada tierra.
Edificar sobre arena o sobre roca. No basta hablar o decir, eso es nada.
Durante el zazen de la tarde camino en kinin atravesando los rayos de sol que se extienden por el zendo. Anochece y sin saber por qué lloro frente a las luces de adviento.
Al final del día no hay planes, no hay frustración, no hay pasado ni futuro. Solo tengo este momento. Me duele todo. Al final del día solo estoy yo sentado frente a la nada. Mi cuerpo quiere levantarse y huir. Mi mente con él. Pero aquí no hay dónde huir. Estoy sentado en mitad del desierto. Poco a poco el dolor se pasa con la respiración profunda. Muy poco a poco.
Solo beber agua. Sin pensar en saciar la sed. Sin pensar en nada. Solo sentarse y esperar la Navidad. Contemplo el tronco de adviento. Las luces que se encienden, que advierten de la gran Luz que llega. Que siempre estuvo aquí.
Se hace material y visible lo que jamás podríamos comprender.
En el aire frío y puro de la noche siento cómo las lombrices buscan su camino bajo la tierra, enredándose entre las raíces de grama. Alargo un pie bajo el futón hasta sentir el frescor de una tierra que no existe. Respiro tan profundamente que podría oler flores de invierno.
Llovizna. En el bancal un pajarillo que no conozco a la luz de la mañana.
Algunas hojas de chopo se han pegado a mis botas cuando bajo al huerto. En colores que van del amarillo al casi negro parecen un improvisado estampado de quita y pon. Ellas se ponen y ellas se quitan. Hoy las enormes lombrices son enormes lombrices gigantes. Las aparto para no dañarlas con la azada. Cuando vuelvo a mirar ya han desaparecido. La llovizna cesa y siento el sol mañanero sobre mi espalda mientras cavo. El aviso del final de samu llama desde llo alto de la ladera. Los chopos brillan al sol. Mi vida se desliza aquí, al final de la lluvia, con todo esto, como hojas de chopo de diferentes colores.
Durante el teishô escucho sobre el abismamiento y el abismarse. Como en el propio kanji para “jô” he de bajar a casa, hacer pie. ¿Dónde está mi casa? ¿Dónde hallaré yo, debilucho, mi hogar en el que hacer pie? La roca sobre la que edificar mi casa. Siento estar sentado ahora mismo sobre ella y sin embargo ser incapaz de verla.
“El arroz está en la olla, el agua caliente está en el cubo.” Pienso en el kôan del maestro Ummon.
De pronto una palmada de sensei y doy un salto sobre el tatami. Aún sentado siento cómo mi corazón ha saltado hasta el cielo y palpita desbocado tras esa palmada que resuena por toda la tierra. Todo el barro que me constituye se ha conmovido deshaciéndose y volviéndose a hacer en una milésima de segundo.
Tras el zazen de la tarde salgo a tomar el té afuera. Por un momento no sé si será mi cucharilla contra mi vaso o son las de los demás... pero en este tintineo se confunde la brisa de la tarde que mueve las hojas. Miro a mis pies, los guijarros parecen mojados, no, no sé… iguales… todos distintos. Allí, justo al final del porche, había una retama, lo recuerdo bien. A veces sus bayas caídas se confundían con los guijarros del suelo. Entonces era verano. A veces, en mi corazón, confundo el verano con el invierno.
Al volver al zendo abro mi taquilla y hay una nota pegada en el fondo: “Toda determinación, ninguna intención.” ¿Quién escribiría esto? ¿Sensei? A veces tiene estas cosas…
Durante el dokusan hablamos de las nubes y la lluvia. Del frío. Del dolor y del miedo… Tan fino como un papel de fumar es mi despertar con un solo ojo…
Tras la llovizna, el sol de la tarde recorre el zendo vacío.
Noche de frío invernal. Primera semana de diciembre. Sentado en seiza contemplo las luces del adviento… ¿Quién despertó en tal noche como esta?
Todo lo que he sido, todo, me ha llevado aquí y ahora. También el dolor y la frustración, mi luz y mi sombra. Soy toda la tierra arrastrada por la lombriz, ahí fuera, en la oscuridad de la noche bajo la tierra. Y la profunda respiración.
Si de verdad estoy aquí estoy en todas partes, si estoy en este momento, estoy antes, ahora y siempre.
Tras el último zazen del día la última exhortación de cada noche antes de retirarnos a dormir resuena en mí como el martillo de madera sobre el han:
Desde lo más profundo del corazón os digo a todos:
Vida y muerte son un asunto serio.
Todo pasa deprisa.
Estad siempre muy vigilantes.
Nadie sea descuidado,
nadie olvidadizo.
Sumergido en el futón no consigo dormir. Mi padre me decía que tenía sueño de liebre, ligero, que dormía con un solo ojo cerrado. Mi padre a veces tenía esas cosas…
Pienso en la lluvia y en las nubes… en el frío. En el dolor y el miedo. Pienso en el abrazo de una madre. Podrá persistir el dolor pero ya no es lo mismo. Ya no quema.
Nunca olvidadizo…
Nunca olvidadizos de lo que somos. Ahí afuera, en la oscuridad de la noche, el viento atraviesa la tierra sin intención alguna y siento mi corazón, inmaculado, envuelto en algo tan fino, tan tibio, como la luz de la mañana.
Al final del regato, congelada, la lluvia de anoche refleja el sol de la mañana.
Con el primer azadonazo la tierra escarchada brilla un instante en el aire antes de volver sobre la tierra. Solo estar aquí. Solo cavar esta tierra que se me pega a la azada y a las botas. Grama y más grama. El solecito de diciembre empieza a calentar y me voy quitando el gorro, el abrigo… El ejercicio también ayuda, claro... Algunas lombrices, cómo no, se materializan de pronto para volver a ser tierra momentos después. Qué suavidad húmeda la suya, como la de la propia tierra. No sé por qué miro mis manos sin guantes, tan blancas, tan frías, con el tacto aún de ese retazo de tierra…
Qué misterio nos envuelve… Si pudiera por un momento atravesar ese finísimo papel de fumar que me separa de todo esto… Si pudiera tocar ahora mismo, con esta mano manchada por la tierra, mi inmaculado corazón…
De nuevo la llamada de las maderas entrechocándose avisa del final del samu.
Me lavo el barro de los dedos en el agua helada del estanque. El cielo es tan azul… Tan azul…
El sol, el viento… Cierro los ojos y respiro tan profundamente que por un momento casi pierdo el equilibrio. Me desparramo por todos mis sentidos…
Estas botas de agua me vienen grandes. Camino como un pato mientras asciendo la ladera. Soy un debilucho desnudo de pellejo para adentro que camina despacio y espera. Que solo espera...
De nuevo la llamada de las maderas entrechocándose avisa del final del samu.
Me lavo el barro de los dedos en el agua helada del estanque. El cielo es tan azul… Tan azul…
El sol, el viento… Cierro los ojos y respiro tan profundamente que por un momento casi pierdo el equilibrio. Me desparramo por todos mis sentidos…
Estas botas de agua me vienen grandes. Camino como un pato mientras asciendo la ladera. Soy un debilucho desnudo de pellejo para adentro que camina despacio y espera. Que solo espera...
Mientras subo la cuesta, la escarcha sobre las yemas del nogal.
ResponderEliminarPara eso estamos aquí... Para contemplar la belleza de lo no manifestado, manifestándose... para contemplarnos a nosotros mismos...
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¡¡ay, ayay!!!!(suspiros y grito mexicano de entusiasmo contenido)jejeje
ResponderEliminaroh! :) hermanito que maravilla...
-^-
magnifico haibun, Félix. me ha llegado el frio en las manos, los pies congelados, toda la paz que has experimentando. incluso me ha gustado como las describes a las lombrices que eran testigos de tu ardua tarea.
ResponderEliminarun abrazo
¡Excelente, querido momiji!
ResponderEliminarNo solo por la intensidad de lo experimentado y tan bien descripto, sino, y sobre todo, por la poesía que fluye a cada paso.
Un verdadero placer leerte.
Gracias, amigo.
Un fuerte abrazo desde esta primavera, ya verano...
Gracias a vosotros. Qué placer teneros por aquí. Sois muy amables.
ResponderEliminarUn abrazo grande grande