Dicen que llega así, extendiéndose lentamente sobre las cosas, en el aire claro de la mañana. La primavera.
Salió como del aire. Mi nuevo amigo que vino a mirar no sé qué al otro lado del cristal. De pronto estaba ahí con toda su elegante lentitud. Ascendió, un poco indeciso la verdad, hasta la mitad del cristal de la puerta y se recogió en su concha. Justo cuando el sol de la mañana ya calentaba.
Lo miraba de reojo. De vez en cuando. Yo en mis cosas, de alguna manera también pegado a un cristal. En la pared de dentro su sombra. Como un sumie.
De repente he oído un toc. Se ha desprendido. Como las camelias de Japón. Pottori!
Al poco lo he visto dirigirse hacia el jardín. Parecía decidido. El sol brillaba ya sobre las hojas de las calas. El aire, tan transparente, parecía tocado por el vientre de alguna criatura blanda y delicada que, dicen, llega así, lentamente, en silencio, desplegando su elegancia tranquila sobre las hojas y las flores que vendrán.
La primera mañana de primavera, la cosa más normal del mundo. Cómo me gustaría, si pudiera, mirar las cosas más normales del mundo con la lenta suavidad de los seres que se extienden sobre él sin hacer ruido, como acariciándolo. En paz.
Cómo me gustaría tocar las cosas con mis ojos. Acariciar su luz. Extender bien extendidos mis ojos transparentes hasta adentrarme sin más en todas las mañanas del mundo. En todos los comienzos. Y ver.
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