Cuando el mundo era niño y yo también lo era caminaba a veces despacio y otras deprisa. Muy recto a veces y otras dando vueltas y vueltas. Sin ir a ninguna parte. Y qué quieto estaba entonces, cuando llegaba a cualquier sitio.
Recuerdo los zapatos de mi padre, grandes, como barcas, junto al río. Y los pies de mi hermano, tan pequeños, transparentes como el agua.
El vuelo de los saltamontes, y el inesperado azul entre sus alas. Las ranas. Y los chopos apuntando al cielo.
Recuerdo la voz de mi madre.
Y la luz que en ella había.
La luz. Atravesando las alas de los caballitos del diablo. Y el temblor, qué pequeño, de la hoja de anea cuando volvían al aire.
Recuerdo al niño que dibujaba mapas. De las nubes y del río. Al niño, tan quieto, que miraba cómo las golondrinas, sin saber por qué, rozaban el agua, un segundo, sin abandonar el aire. Al niño que de mayor quería ser náufrago.
Creo que conocí a aquel niño. Cuando el mundo era un río y el río una tarde de verano.
Y la luz que en ella había.
Transparentes como el agua. Tan pequeños como los pies de su padre entonces. Otro niño dibujando mapas, travesías, islas y anacondas.
El regalo de un niño a otro niño.
Un itinerario que da vueltas y vueltas a veces, y otras avanza bien recto, como la estela de un barco. Que a veces va deprisa y otras despacio. Que solo descansa, bien quieto, junto al tesoro, al final de la aventura.
Como un río. Como el niño que lo mira.
Sin saber ya lo que era.
Un río.
Asomado a sus aguas el niño que de mayor quería ser náufrago. Y el niño que después lo logró. Y las nubes que había entonces. Y las que después formaron sus huesos.
En él los pies descalzos y la luz. Y aquella voz. En él los chopos y el cielo. El azul entero de todos los veranos. Los caballitos del diablo.
Su temblor.
Cuando el mundo era niño. Como siempre lo ha sido.
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