“¿Sientes
cómo se ensancha el espíritu?” Abre los
brazos y cierra los ojos. El camino, delante de nosotros, asciende la colina
entre el verdor y la claridad de la mañana. En el Camino otra vez, ella y yo,
siguiendo senderos en las mismas noches azuladas de verano… De todas las noches
y los días, de todos los veranos y primaveras.
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Un
limaco de color naranja aguarda la lluvia, inmóvil. Me acerco a sacarle una
foto. Siento cómo le hago sombra incluso en esta luz tenue por el cielo
encapotado. Yo mismo me siento sombra que roba la luz de lo que aquí sucede. El
limaco no se mueve, ahí está, reluciente, justo delante de un prado verde
infinito. Bajo las nubes que serán lluvia.
Seguimos
nuestro camino. Ella y yo.
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Pienso
ahora en el camino que nos ha traído y nos lleva. En las vacas que se acuestan
plácidamente sobre la hierba. En los caracoles arracimados tras las señales de
tráfico. En el vuelo del milano que juguetea con una ramita entre sus patas
mientras traza círculos en el cielo. En el gato blanco que caminó hacia
nosotros y luego se subió a una higuera sin saber por qué.
Pienso
en el esplendor de todas las cosas que salen a nuestro paso. En el esplendor de
la existencia que se ensancha.
Una
bandada de gaviotas hacia el mar que no vemos. Clarea el cielo.
“Nuestro
escondrijo entre las fresas silvestres” Sonríe medio escondida en la espesura
del bosque. Nuestro silencio en el aire claro del alba.
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Detenidos
en cada puente del camino buscamos truchas en los riachuelos, apretamos el paso
al pasar junto a toros grandes como luchadores de sumo. Caballos, vicuñas,
ponis, vacas… Qué de seres de ojos abiertos.
En el
interior de las ermitas el sol se hace luz de colores al atravesar las
vidrieras. San Roque camina hacia los enfermos y necesitados y un perro le cura
las heridas en la ermita de El Pando. Ella, sentada en un banco, regala la
serenidad de su silencio.
Perros,
gatos, burritos, mariposas, limacos, todas las criaturas de la tierra guardan
su profundo silencio que sana a quien lo escucha.
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Todas
estas cosas a las que llamamos de cierta manera ¿qué son en realidad? ¿qué clase
de misterio las hace ser lo que son? Filosofando… ella se reiría mucho ahora
mismo si me escuchara. Ella, amante de las moras y las fresas silvestres,
tierno corazón que se emociona en el espacio vacío bajo las bóvedas de las
iglesias. Ella, tan natural y sencillamente hermosa como una golondrina que
vuela a ras de suelo, sobre el esplendor de la hierba.
Cenamos
parte de los bocadillos gigantes que sobraron del mediodía. Reímos y nos
deshacemos en todo lo que acontece a nuestro alrededor. En el viento que
humedece la hierba y mueve las nubes, en el agua pura que atraviesa el viejo
lavadero, en las garcillas blancas que caminan junto a las vacas echadas en los
prados, en las flores sin nombre que bordean el camino, que recogemos del suelo
para prender en las mochilas…
Pienso
en el escondrijo... ¿Dónde está nuestro escondrijo? Lo que mi corazón esconde
es todo lo que brilla cada día, aún con lluvia o en el temporal. Aún en la más
profunda oscuridad la luz que brilla siempre.
Echado
en la hierba, un potrillo al sol junto a su madre.
“Ven,
pisa la hierba, la suavidad de la hierba” Sobre el relente nocturno sus pies
brillan entre la hierba. Al fondo, el palacio de Sobrellano de Comillas.
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Caminamos como flotando sobre esta maravilla. Frente
a una granja las calabazas maduran al sol. Detrás, en el bosque inundado nada
una pareja de cisnes. Parecen deslizarse ingrávidos entre los troncos secos
anegados por la marea. ¿Se acercarán a nosotros? …. Camino arriba las vacas y
los ponis tumbados al sol sobre la hierba nos miran con sus grandes ojos.
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Buscamos una cafetería y el camino. No encontramos ni una cosa ni otra. Desandamos los pasos. Al fin un café. Después el camino.
Pasamos.
Nosotros siempre parece que pasáramos mientras todo lo demás permanece. Es una
sensación extraña, profunda, misteriosa, a veces gratificante.
El
camino sube y baja. Un grupito de ovejas apelotonadas a la sombra de un
arbolito. Reímos y bromeamos con la idea de escribir un haiku cada uno. Los
haiku escritos y los no escritos... Allá donde miramos… allá donde miramos…
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En un
carro un campesino da saltos sobre el heno para apelmazarlo. Al fondo lo que
parece un palacio enorme sobre un prado verde brillante.
A
veces una suave brisa mueve las hojas de los álamos. Nuestras manos la reciben
abiertas, estirando los dedos. Silbamos canciones improvisadas.
La
torre medieval de Estrada surge de una vaguada cubierta de hierba, unas ovejas
pacen tranquilamente a los pies de sus muros.
Comemos
en Serdio, en La Gloria. Platos sencillos pero fresas con nata de postre. Solo
para los peregrinos. Reímos. Un perro negro se tumba en la sombra, otro,
blanco, en el sol. Suena una versión rara de “Talking about a revolution”. Descansamos
repanchingados, con la vida derramada al sol de mayo…
Seguimos
camino. Desciende sinuoso entre prados y bosques de laurel y castaño hacia el
valle de un río. A veces, por la carretera pasan veloces camiones camino de una cantera. Dan miedo. Todo ese metal que
constituye nuestro mundo no parece ser necesario aquí. Entre las hojas de las
plantas y las ovejas echadas al sol.
Bordeamos
la ría del Nansa hasta encontrar un puente por el que cruzar. Se nubla. Caminamos
junto a las vías del tren por senderos embarrados y umbríos. El verdor parece nublarse
también susurrando secretos entre las hojas de los árboles.
Cruzamos
la ría del Deva en Unquera y entramos en Asturias camino de Colombres. Atardece.
Una cuesta empinada nos saca del valle elevándonos al ritmo cansino de nuestros
pasos hasta una ermita. Una llama alumbra allí. Una pequeña llama en lo alto de
una montaña. Más allá, en la claridad del cielo tras las colinas, se intuye el
mar.
Tumbados
sobre la hierba, miramos nuestras manos sobre el cielo de la tarde.
“En
las noches azuladas de verano seguiré senderos” Sus pasos ligeros apenas suenan
en el aire limpio de la mañana.
“después
de los pinchos pisaré la suave hierba,” sigo, mientras dejamos atrás el
albergue, en un Colombres desierto a esas horas, bajando por un camino entre
prados hacia el valle.
“los
pies de esta soñadora sentirán su frescura” sonríe mientras mira las vacas que
nos miran.
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“No
hablaré, mi mente estará vacía,” me mira. Qué pequeña parece su mano mientras acaricia
un viejo castaño.
“pero
el amor eterno brotará de mi alma.” Escucho el canto de un pájaro que no
conozco sobre el brillo de la hierba. El relente de anoche se deshace casi al
instante en la punta de mis dedos.
“Andaré
lejos, muy lejos,” en su pelo briznas de sol cabriolan al ritmo de sus pasos,
tranquilos y cercanos.
“cual
vagabunda, por el campo,” miro las nubes, tan blancas, que pasan errantes más
allá de las montañas.
“como
cuando era niña.” Guarda silencio. Guardamos silencio. Caminamos. Solo
caminamos. Las nubes blancas, el cielo
azul.
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Seguimos
la carretera. Bromeamos. Con los bastones escribimos mensajes en el barro del
arcén. “Cuidado con el barro”. Apenas hay un centímetro de barruchi... Como
niños. Dibujamos corazones, nombres. Apenas unas líneas bajo la sombra de los
eucaliptos y las zarzamoras.
Llegamos
a Pendueles siguiendo un perrito de raza desconocida que parece abrirnos camino
a la luz del sol, por las calles solitarias de domingo.
El camino
bordea la costa subiendo y bajando. “En este lugar probablemente no se ha
detenido nadie jamás” digo sin saber por qué mientras nos detenemos un momento.
Ella se pone crema para el sol. Su nariz brilla un poco. Bebemos agua. Miro las
plantas, las piedras, lo que hay aquí. Seguimos el camino.
Nos
asomamos a los bufones de Arenillas. Hoy tranquilos. Hoy no se oyen los
quejidos del Bramadoriu. Solo las olas, allá abajo… Nosotros reímos y hacemos
bromas mientras seguimos camino bajo la sombra olorosa de los eucaliptos.
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Seguimos
camino bordeando el mar. Las gaviotas pasan tan cerca de nosotros que por un
momento pareciera que nos pudiesen llevar entre sus patucas. Abrimos los brazos
esperando que el viento marino nos alce sobre la tierra.
El
sendero se hace eterno subiendo y bajando, con Llanes a la vista pero sin
acabar de llegar nunca. Poco a poco nos acercamos al pueblo y a las montañas
que parecen colgadas del cielo, inalcanzables.
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Llanes.
La llegada al mar, de nuevo. La vuelta casa, ¿de nuevo?...
En la credencial de peregrino hay un sello que
no se ve. El definitivo albergue de nuestro corazón. Transparente. Nuestro
escondrijo.
Rumor
del oleaje, las montañas azulean hacia poniente.
Camino del Norte. Mayo 2014