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No quería escribir sobre la bomba. No quería escribir sobre el dolor y la tristeza. Hoy no. Hoy ha brillado el sol todo el día. Esta noche el cielo será surcado por las perseidas. Es la noche de San Lorenzo. Y de sus lágrimas.Esta mañana yo ni siquiera sabía qué decir, si decir o no decir más bien, en el post de mi amiga Kotori. Mi querida compañera de camino, hermana de kokoro. Ya conocía el texto. Claro. Hace meses. Y lo leí el otro día. El seis de agosto. Y lo volví a leer el nueve de agosto. Y esta mañana.
Podría decir que sobran las palabras. Podría decir que todo aquello, el tiempo detenido, la muerte y la destrucción, me supera. No sé. Sí, supongo que sí. Pero en realidad no lo comprendo. Simplemente no lo comprendo.
El jueves pasado, en una de las salas de la biblioteca donde trabajo entró un gorrión. Por la tarde hacía fresco y no era necesario el aire acondicionado. Era justo antes de cerrar y algunas ventanas estaban abiertas. Ese gorrión entró por una ventana abierta, revoloteó unos momentos por la sala hasta que medio cayó en una gran planta que adorna la estancia. Cuando me acerqué se asustó y voló de pronto. Se estrelló contra una de las ventanas, una de las pocas que estaba cerrada, con un golpe fuerte, sordo. En el suelo, con la tripa hacia arriba, se estremeció unos instantes, sus alas, sus patas… Después se quedó quieto. Me acerqué corriendo y lo recogí en mi mano. Ya no se movía. Sus ojos se cerraban poco a poco.
Ayer escuchaba una de mis bandas sonoras de cine favoritas. La de "El Imperio del Sol". Es una de mis películas preferidas de Steven Spielberg, que no son muchas. Aparte de la banda sonora escrita por el gran John Williams que siempre me gustó, varias escenas son las que recuerdo indefectiblemente cuando pienso en esa película. Cuando el pequeño Jim se pierde en el caos de Shangai justo antes de que el ejercito japonés tome la ciudad. La escena en que abre el balcón para que el viento borre las marcas que ve en el suelo de la habitación de su madre. Huellas de pies, de manos, de botas. De infamia y de violencia. Sus juegos con los aviones de juguete junto a los aviones de verdad, los Nakajima y Mitsubishi Zero como los que meses después bombardearán Pearl Harbor.
A Jim le encantan los aviones. Aún es un niño. Aún lo es. Pero la guerra destruye la inocencia y corrompe el espíritu. A los niños los mata. Da igual la edad que tengan y dónde habiten.
En la novela homónima, James G. Ballard, el verdadero Jim, relata su odisea en aquel tiempo tumultuoso. Con su traje de colegial inglés la vida le dará las lecciones más duras. “Llegó un día en que ni siquiera recordaba el rostro de mi madre”.
Aquella mañana en Nagasaki, en el Museo de la Paz, unos origami de grullas multicolores hechas por niños dan paso al horror. Sí. El horror existe. Más allá de los relojes parados, dalinianos, y las botellas de vidrio grotescamente fundidas, de las vigas retorcidas y la ropa quemada, de las horripilantes fotos, lo que me llegó al alma, casi blanca ya, fueron los poemas de los supervivientes, algunos, niños.
Era conmovedor leer la traducción al inglés de sus poemas que hablaban del fuego, del calor sofocante, de la sed. Y de luciérnagas y libélulas. Sus compañeros de clase. El rostro de su madre…
El gorrión murió sobre mi mano. Aún así lo llevé a casa. No sé qué esperaba. Que no estuviera muerto del todo supongo. Quizá que la muerte fuera algo remediable. Que la muerte fuese algo comprensible, de verdad comprensible.
Lo dejé sobre un jersey toda la noche. Arropado. Tenía las comisuras del pico muy amarillas. Era muy joven.
A la mañana siguiente estaba rígido y frío. Lo llevé al parque y lo dejé en el suelo, entre un macizo de flores.
Algunos gorriones volaban y saltaban de un sitio a otro. El sol brillaba en el cielo.
De El Imperio del Sol recuerdo sobre todo una escena: los prisioneros del campo son trasladados no se sabe muy bien a dónde. La marcha a pie es penosa. Algunos no lo resisten y mueren de agotamiento. La Sra. Victor, que cuidó de Jim durante la estancia en el campo de prisioneros, que hizo un poco de madre no sin tensión, es una de las que cae rendida una noche por pura debilidad. Jim no quiere que cierre los ojos, hace todo lo posible para que resista. Es inútil. Al rayar el nuevo día una luz brillantísima ilumina el mundo. Un viento poderoso recorre la tierra. Jim, atónito, grita entusiasmado pensando que es el alma de la Sra. Victor que sube al cielo.
Poco después se enterará por la radio que una nueva arma es la responsable de esa luz y de la muerte de millares de personas. Jim solloza. Ha perdido su niñez para siempre.
Cuando aquella bomba cayó sobre la tierra algo de todos nosotros murió. Se fue para siempre.
El bombardero B-29 se llamaba Bock’s Car y su bomba de plutonio Fat Man. El humo y el polvo de la detonación se asemejó a una enorme seta, una amanita con su anillo y todo, que se elevó majestuosa y reluciente hasta casi rozar el cielo. Cualquier niño, quizá como Jim, hubiera podido dibujar una seta como esa y haber jugado con aviones de juguete que se llamaran “el coche de Bock”. Y la bomba “gordinflón” en sus manos de niño sería blanda y pintada de colores, ligera como una grulla de papel.
¿Qué mal nos habita? ¿Qué clase de insana razón mata el sencillo instinto que nos guió en la niñez? ¿Quién destruye nuestra pureza? ¿Cómo fuimos capaces de corromper incluso la luz?
Hubo un tiempo, lo hubo, estoy seguro, en que sobre nuestra mano sostuvimos la vida y no la muerte. Hubo un tiempo en que todos fuimos uno en el corazón de la naturaleza. En el que comprendíamos, sin tan siquiera necesitarlo.
Salgo a contemplar la noche. Las estrellas fugaces. Sé que no las veré. La ciudad tiene su propia luz, demasiada. No importa. En este silencio profundo y puro de la noche, este silencio que es mi silencio, esos destellos luminosos surcan ahora mismo el cielo, como siempre fue, lo sé.
Todavía hoy un niño en alguna parte, estoy seguro, vuela con aviones de juguete y cree que todas las setas son de colores, y que la luz es Luz. Y que la muerte de un pájaro es siempre algo incomprensible.
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