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さて、どちらへ行かう風がふく

bien... ¿a dónde ir...?
...el viento
sopla...


28 noviembre 2008

un sorbo de té

“La vida de mi padre fue sólo una pequeña parte de la vida de un tazón de té.”

En el último capítulo de la novela de Yasunari Kawabata “Mil grullas”, Kikuji contempla un tazón de té de siglos de antigüedad (un karatsu) que perteneció a su padre, que ha pasado de generación en generación y allí está, ahora, digno y bello frente a él y Fumiko.

“Muerte, a los pies de una. Me atemoriza. He intentado tantas cosas. He intentado pensar que con la muerte cerca no puedo estar por siempre absorbida por la muerte de mi madre”

Fumiko... con sus manos temblorosas prepara el té que ambos tomarán. Con pálida voz insiste una y otra vez en destruir el tazón shino, bello, digno, a sus pies, que perteneció a su madre.


“Al ver a su padre y a la madre de Fumiko en los tazones, Kikuji sintió que habían reunido dos bellos fantasmas y los habían colocado uno al lado del otro.”

Unos tazones que se podían utilizar en la ceremonia del té y también a diario. Tazones marido-mujer que pertenecieron a sus respectivos padres y que son usados ahora, esa primera y última vez, por Kikuji y Fumiko, ¿sombras, fantasmas, a su vez de un pasado que los envuelve como el aroma del té?

El recuerdo, la culpa, la tristeza, lo irremediable... y la belleza delicada de los ritos antiguos... y la muerte, que ronda sutil, tibia... todo está en ese último encuentro entre Kikuji, siempre tan desorientado, y Fumiko, tan vulnerable siempre.



Esta tarde tomaba té en mi cocina, sin ceremonia antigua, sin tazones de siglos. Yo solo. Mi tazón no es un shino ni un karatsu, pero es de Japón, el té también. Quizá por eso recordaba esa escena de la novela de Kawabata. Siempre me ha gustado su estilo, mostrar sin mostrar, esa sutil forma de mirar y mostrase tan japonesa. Primer premio Nóbel de literatura japonés, se suicidó tres años después. Huérfano temprano y para siempre...

No sé por qué, pensaba en Fumiko, que arroja el shino con tanta vehemencia que está ella misma a punto de caer contra las piedras. ¿Ella misma pretende romperse, deshacerse, por algo que sólo llegamos a intuir?

Quizá Kikuji también entrevé algo en la belleza rota que es la propia alma de Fumiko. En un primer momento, ya solo, pretende recomponer los pedazos del shino. Kikuji contempla el lucero del alba, una luz que hacía tiempo que no veía. Pero acto seguido:


“No había lucero. En el breve momento que sus ojos estaban sobre los fragmentos deshechos, el lucero del alba había desaparecido entre las nubes. Observó el cielo al oriente durante un rato, como para recuperar algo robado. Las nubes no eran densas, pero no podía decir dónde estaba el lucero.”

Y entonces Kikuji desiste en su intento de recomponer nada y entierra los pedazos del shino. Desde que leí esas líneas yo mismo creo que un alma quizá se pueda sepultar. O el recuerdo de un alma. O su fantasma. Quizá.

Fumiko desaparecerá para siempre, como esa estrella que fulgura un instante en el filo del alba. Fumiko se suicidará, lejos de nuestra mirada y de la de Kikuji. Fumiko llevaba casi su vida entera suicidándose, huérfana de sí misma, con la muerte siempre a sus pies.



Miro mi té y pienso en esa belleza sin concesiones que se muestra un instante, apenas nada, y desaparece para siempre mientras nosotros estamos distraídos reconstruyendo quién sabe qué. ¿Quizá a nosotros mismos una y otra vez? Miro la tarde grisácea, las nubes, y pienso en los fantasmas que yacen a mis pies. Y los pedazos de algo que sólo puedo intuir aún siguen aquí, en alguna parte, al otro lado de mis ojos.

Miro mi té y dejo que repose. Y hasta el fondo de mi tazón sin siglos se hunde mi mirada. En la tibieza verde del té brilla algo tan bello que no puedo sino romper. No hay nada que recomponer, no hay nada que buscar...


Se dice que en el sur de Yunnan, ya cerca de la frontera con Vietnam, en la región de las montañas de té, fue donde se preparó el primer té. Y cuentan que allí los aldeanos todavía recogen té silvestre, de los árboles de té. Sí, verdaderos árboles, algunos inmensos, que crecen salvajes en las montañas cubiertas de bosque subtropical.

Y esas gentes, como en los ritos antiguos, aún creen que las cosas son de una determinada manera y deben hacerse por tanto también de una determinada manera. Buscan sin buscar porque están convencidos de que los árboles de té se muestran y no se hayan. Es el árbol el que se hace visible sólo ante ciertas miradas y accesible sólo a algunos corazones. Sin avaricia, sin egoísmo. Sólo recoger lo que el árbol te ofrece. Y después marcharse sin mirar atrás. Para no recordar nunca, para olvidar siempre.

Será aquel árbol del té, bello y digno, quien nos recordará a nosotros, pequeña parte de su vida de siglos. Y quizá otro día, otro atardecer u otro amanecer, reclame nuestra presencia efímera, bella y trágica, junto a él. Nuestra mirada, siempre huérfana de algo robado.